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Nostalgia del 64

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El gimnasio nacional Yoyogi tiene una forma indefinible. Desde arriba, en las fotos aéreas, parece un trilobite monstruoso que haya cobrado vida, pero a pie de calle todo se ve juguetón y ondulado, con un techo colgante que cae amorosamente sobre el edificio, como si lo estuvieran arropando. Cuando la selección española de balonmano comparezca aquí este sábado para disputar contra Alemania su primer partido del torneo olímpico, los jugadores no tendrán tiempo para entretenerse con todas estas sutilezas arquitectónicas, aunque quizá alguno intuya que está pisando un territorio solemne, casi mítico; un territorio que levanta en los japoneses suspiros de orgullo y olvidados sueños de grandeza. El parque Yoyogi es uno de los corazones de Tokio. La gente aprovecha los domingos para ir a pasear, pero también para bailar, ir en bici o hacer deporte. No muy lejos esta el santuario Meiji, dedicado al emperador Mutsuhito, que en el año 1868 decidió abrir las puertas de Japón a los visitantes extranjeros y acabar con el aislamiento milenario del archipiélago. El templo está escondido en un bosque majestuoso con 120.000 árboles de 365 especies diferentes, donados por los ciudadanos. Este territorio tan apacible fue profanado tras la Segunda Guerra Mundial, cuando, en una ciudad destruida por los bombardeos y con la moral hundida, las tropas americanas de ocupación plantaron su barracones en el parque Yoyogi. Tokio había sido elegida para organizar los Juegos Olímpicos del año 40, pero para esas fechas Hitler ya había invadido Polonia y los japoneses se estaban pegando con los chinos. La bandera de los aros, con su colorista mensaje de optimismo y de paz, había quedado arrumbada en un armario. La recuperaron y la volvieron a desplegar en el año 1964. La sociedad japonesa, que había salido golpeada, empobrecida y humillada de la guerra mundial, apretó los dientes, olvidó sus devaneos imperiales y se dispuso a construir una sociedad ultramoderna. Los Juegos Olímpicos vinieron a sancionar esa aspiración y el gimnasio nacional Yoyogi, obra del arquitecto Kenzo Tange (1913-2005), se convirtió en el emblema central del proyecto. La villa olímpica se instaló en el propio parque Yoyogi y el pabellón, que todavía hoy levanta murmullos de asombro entre los visitantes, albergó las pruebas de natación, saltos y baloncesto. Renacimiento y tragedia Además de la huella arquitectónica, visible aún en muchos puntos de Tokio, los Juegos Olímpicos del 64 dejaron dos instantes deportivos de profunda carga simbólica, que ejemplifican de algún modo el carácter a veces grandioso y a veces trágico del pueblo japonés. El atleta encargado de encender el pebetero en el estadio olímpico fue el velocista Yoshinori Sakai, que había venido al mundo en Hiroshima el 6 de agosto de 1945 mientras caían las bombas atómicas sobre su ciudad. Sakai, que murió en 2014 víctima de un derrame cerebral, se convirtió no solo en un emblema de paz, sino en el ejemplo máximo del renacimiento del pueblo japonés. El segundo momento que ha quedado grabado a fuego en la memoria de los Juegos se vivió durante el maratón. A la meta llegó en primer lugar -grácil, sonriente, alado- el etíope Abebe Bikila. En segundo puesto marchaba en solitario un atleta japonés, Kokichi Tsuburaya, un teniente del ejército que avanzaba a buen paso, pero en cuyo rostro se dibujaba una fatiga infinita. Al verlo entrar en el estadio olímpico, el público bramó de gozo. La medalla de plata parecía garantizada. Muchos metros después de Tsuburaya, asomó por el túnel el británico Basil Heatley, que corría desmelenado, como si al final de los 42 kilómetros hubiera encontrado una reserva suplementaria de energía. Las imágenes, grabadas en vídeo, aún ponen los pelos de punta: ante la mirada atónita de los espectadores, se ve cómo Heatley, con su esprint furioso, dictatorial, supera a pocos metros de la línea de meta a un Tsuburaya devastado por el esfuerzo y por la humillación. Kokichi Tsuburaya, con la medalla de bronce, se vio deshonrado y planeó ejecutar su venganza en los siguientes Juegos Olímpicos, que se iban a celebrar en México. Quiso antes casarse con su novia de toda la vida, Eiko, pero las autoridades militares no se lo permitieron. Sus jefes deseaban evitarle distracciones que perjudicasen su preparación. Los padres de Eiko, enfadados, no quisieron esperar cuatro años y la casaron con otro hombre. Meses antes de que se inauguraran los Juegos de México, el 9 de enero de 1968, Kokichi se suicidó. Apareció muerto en su dormitorio, en el campo de entrenamiento, con las venas de las muñecas abiertas y la medalla de bronce entre sus manos. Había dejado una carta de amor y agradecimiento a sus padres, a sus hermanos, a sus parientes. Terminaba diciendo: «Mi querido padre, mi querida madre, Kokichi está demasiado cansado para seguir corriendo. Espero que me perdonéis. Mi querido padre, mi querida madre, Kokichi hubiera querido vivir a vuestro lado».
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