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Las penurias de Roland Garros

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En la Porte d’Auteuil, en el distrito 16 de París, ya no gritan los reventas, estratégicamente colocados en la salida de la línea 10 del bullicioso metro mientras ofrecen entradas en el ir y venir de aficionados. Roland Garros se juega en un barrio exclusivo y elitista, todo es así en la capital francesa, un barrio bucólico que se agita en primavera cuando el sonido del tenis vence al silencio y a la paz de los invernaderos de la zona. La pandemia también se ha llevado eso por delante y el resultado es este París desangelado, un París frío y sin alma que invita a la melancolía, restando los días para que termine la edición más triste del torneo de los torneos de tierra batida. Por lo menos se juega, piensan muchos que debaten con los escépticos, pero nada tiene que ver con lo que siempre ha sido este evento. Nada salvo el tenis, y ni eso. Durante 15 días, los que dura el torneo, la Porte d’Auteuil se transforma en una pasarela de vanidades y lujo, todo muy chic y cargado de glamour, una postal de modelitos y sombreros que queda de maravilla con los estupendos geranios que adornan las pistas. El recinto que alberga Roland Garros tiene un encanto especial y ya en el paseo desde el metro hasta la entrada se percibe la exclusividad que se pretende. Sin embargo, este año no sonríe París, una ciudad muy castigada y que también ha anunciado medidas drásticas para enfrentarse con más argumentos al coronavirus, que campa a sus anchas por todos los distritos de la Ciudad de la Luz. Las circunstancias obligaron a la organización a rectificar y solo pueden acceder a las instalaciones 1.000 personas (en principio iban a ser a 11.500), y ahí hay que contar a los tenistas, a los entrenadores, trabajadores y demás. Los pocos aficionados que hay se quedan helados en las gradas, desanimadas e imponentes, gigantescas las pistas centrales sin el calor de su gente. Eso también es un contratiempo para la gran mayoría de los tenistas, el miedo a la enormidad. De las 520.000 almas que desfilaron por Roland Garros en 2019, récord histórico, al puñado de forofos que ahora intercalan algún que otro tímido aplauso con los «¡Vamos!» de turno que llegan desde el albero. «Es todo muy desangelado. Por el frío, por la humedad, porque hay poquísima gente... Dejan entrar a 1.000 personas cada día, pero ni se cumple, no hay 1.000 personas en la Chatrier ni cuando juega Nadal». Ya no hay escaparates, no se consumen helados, nadie vende a voz en grito «Le Quotidien» (la revista oficial y los clásicos marabaristas que animan las calles comerciales han desaparecido. Roland Garros, que además había reformado su recinto para exhibirlo en 2020, únicamente ha abierto una de sus tiendas, la que se ubica en la renovada plaza de los Mosqueteros, y el agujero económico es tremendo. Principalmente porque el torneo vive del dinero de las entradas y del merchandising, con precios disparados en los productos oficiales sin que suponga demasiados problemas para el consumidor: una camiseta cuesta 35 euros, el clásico sombrero de paja que abunda en la central cuesta 130, una gorra son 24 y el paraguas con el logo (el pequeño) sale a 45 euros. No hay que olvidar que el ayuntamiento de París calcula que el impacto de la cita en la ciudad es de unos 90 millones de euros. Tampoco hay famosos que quieran dejarse ver, tan cargados los palcos de celebridades, y el Village, punto de encuentro de los VIPS, está cerrado. Del postureo se ha pasado a la manta de avión y a la toalla. «Es como si estuviéramos en la previa de un Challenger de Polonia», resumen. No hay alma, solo es tenis, y hasta los campeones lo notarán en su bolsillo. Alzar el título supone un premio de 1,6 millones, lejos de los 2,3 de 2019.
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