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La lucha libre del Campo del Gas: una historia por escribir con proletarios del ring y el hombre más fuerte del mundo

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La lucha libre del Campo del Gas: una historia por escribir con proletarios del ring y el hombre más fuerte del mundo

Antes de que llegaran las televisiones privadas en 1990 y pusieran de moda el wrestling americano –con Hulk Hogan o El Último Guerrero, en los últimos años con la generación de John Cena– tuvimos en España nuestros propios colosos disfrazados y gesticulantes. El catch, en Madrid, se había celebrado ante miles de personas en escenarios importantes como el Price y tendría su casa durante mucho tiempo en el Campo del Gas.

Situado en la calle del Gasómetro, el Campo del gas pertenecía a Gas Madrid y los beneficios de su explotación iban destinados al Club Social de sus trabajadores. En sus instalaciones alternaban los partidos de fútbol en campo de arena, donde jugaron equipos como la Ferrovial o el Club Deportivo Cuatro Caminos, con las veladas de boxeo y de lucha libre. Había abierto sus puertas en 1943 y echó el cierre, por sorpresa, en 1987, convirtiéndose en almacén y aparcamiento. En el Campo del Gas también se programaron conciertos de relumbrón, como el que ofreció la banda Supertramp en 1983 o el que no se llegó a celebrar de Kortatu en el 86, cuya suspensión por parte del Delegado del Gobierno ocasionó una noche de disturbios en Madrid.

El catch espectáculo llegó a Europa en los años veinte y a España a finales de la misma década a través de la vecina Francia y las giras de luchadores. Desde el principio, fue frecuente que boxeadores de vuelta se subieran al ring para enfrentarse a luchadores de catch, pero hubo un tiempo en el que lo hicieron auténticas leyendas del boxeo como Joe Louis, Jack Dempsey o Primo Carnera. También fueron muchos los practicantes de lucha grecorromana que se pasaron al catch para ganarse la vida. El deporte-espectáculo vivió sus mejores momentos en los años sesenta y en los estertores de su popularidad, en la última parte de los setenta y primeros ochenta, quienes saltaban las cuerdas del Campo del Gas eran gladiadores a media jornada, hombres y mujeres que pasaban muchas horas entrenando por pasión y para completar los ingresos de sus trabajos habituales. Proletarios del ring en la temporada veraniega.

El ambiente del Campo del Gas y sus veladas pertenecía al de un Madrid desaparecido –de merodeadores, apuestas y enteraos– que sale mucho en las novelas negras de Juan Madrid. Para los más cínicos, la precariedad superviviente del último catch tenía un punto ridículo. En los primeros ochenta la revista Madrid Me Mata, publicación señera de la Movida, le dedicó un reportaje y, para la presentación del número, montó un ring en el vestíbulo del Círculo de Bellas Artes con luchadores de verdad. Oscar Berdugo, autor del artículo, cuenta en el libro de Iñaki Domínguez Macarras interseculares cómo los asistentes, borrachos, se subieron al ring y tuvieron que ser echados a patadas del cuadrilátero por los luchadores. Un buen fresco del lado listillo de la Nueva Ola.

En 1976 el periodista deportivo Alfredo Relaño dedicaba un artículo en El País a las veladas veraniegas de los sábados en el Campo del Gas (los viernes había boxeo). En uno de sus párrafos explicaba bien el guion que, invariablemente, interpretaban los luchadores:

“Lo primero que se advierte al comienzo del primer combate es que la ancestral dicotomía entre el bien y el mal es una de las bases del espectáculo. De los dos luchadores, uno es el malo y el otro el bueno, y muy pronto se aprende a distinguirlos. El malo es feo, bajo, gordo, casi siempre rapado al cero, pero con enormes bigotes y cejas y que es terriblemente tramposo. El bueno tiene mucha mejor pinta: un esqueleto bien hecho y un porte que en su juventud tuvo que ser similar al de Tarzán (ya no quedan jóvenes que practiquen la lucha). Es noble y se resiste a infringir las reglas. El malo empieza ganando el combate gracias a sus malas artes, que excitan la cólera del público más ingenuo: ¡Tramposo! ¡Sucio! Un árbitro de aire conspicuo vigila las incorrecciones, y sólo cuando el malo se ha pasado muchísimo se decide a amonestarle. Los primeros asaltos son un infierno para el bueno, que inspira la más profunda piedad a sus partidarios; el malo le ata a las cuerdas, le patea el escroto, le tira del pelo, le urga en los ojos y le tira fuera del ring. De cuando en cuando, el malo abandona su afanosa tarea de torturar al bueno y trepa hasta la segunda cuerda de un rincón para desafiar a la muchedumbre que le increpa; incluso baja del ring dispuesto a embestir contra las primeras filas. Los guardias, el árbitro, su segundo y los jueces de la mesa, salen a la carrera tras él y consiguen detenerle antes de que pueda consumar su ataque al público, y le devuelven al ring donde vuelve a entregarse al disfrute de castigar al bueno”.

“Ya temen los partidarios de éste que se encuentre moribundo, cuando milagrosamente renace, se deshace de una dura llave y lanza al malo fuera del ring. Por las sillas corre un escalofrío tan alegre como el que pasa por las butacas de un cine infantil en el momento en que aparece el Séptimo de Caballería. A partir de ahí, la pelea es un paseo para el bueno, que termina ganando de calle y deja en la más completa humillación al rival, a quien le toca retirarse avergonzado entre los gritos del público; ¡Ea, ea, ea! ¡El calvo se cabrea!”

Deporte o espectáculo, aquellas peleas coreografiadas eran capaces de conectar con un público que pagaba gustoso para participar con respeto y admiración de una narración hecha de estereotipos, donde los sonoros topetazos contra la lona dolían de verdad. Víctor Castilla Quasimodo (o el Torito de Aranda), Jesus Chausson, Pedro Bengoechea , Oscar Verdú El Hércules español, el enmascarado El Angel Blanco…son algunos de los nombres del catch español, solo conocidos por el puñado de aficionados a la disciplina, cuyas biografías merecerían la reivindicación pública de la que carecen.

Sobre todos los nombres y figuras de la lucha libre española destaca por su popularidad el gigantón Hércules Cortés (o Cortez, entre otros alias), que para algunos es uno de los mejores luchadores de la historia a nivel internacional, con múltiples títulos en su haber. Aunque, como veremos, su carrera se proyectó fuera de nuestras fronteras y su fama fue superior a la de otros compañeros de profesión, compartió con ellos los mismos gimnasios, como el Guzmán El Bueno, donde coincidió con el luego actor Paul Naschy y otros buenos levantadores de pesas. Por supuesto, también subió al ring del Campo del Gas.

El hombre más fuerte del mundo, como se le llamó en numerosas ocasiones, era especialista en rendir a sus rivales con el abrazo del oso u otras llaves que explotaban su gran fuerza. Dentro de los roles clásicos de la lucha libre, jugaba el papel del gigante noble.

Desde pequeño, aquel prodigio físico destacó en diferentes disciplinas deportivas, como el lanzamiento de jabalina (deporte en el que conquistó un subcampeonato de España), la halterofilia o la lucha grecorromana. En esta última disciplina se proclamó en 1954 campeón de España de los Pesos Pesados al derrotar a Miguel de la Cuadra Salcedo.

En 1956 pasa a practicar catch en Francia, donde lucha con el sobrenombre de Pepe Cortés y adquiere fama. Desde entonces no para de viajar a países donde el la lucha es más valorada que en nuestro país, como Venezuela, Estados Unidos o Canadá, aunque nunca deja de venir a España, donde peleó contra el ex campeón de boxeo Primo Carnera, por ejemplo.

En los sesenta, ya como Hércules Cortés, vivirá el despegue definitivo de su carrera, luchando en cosos míticos como el Madison Square Garden. Allí venció a Lou Thesz, que ponía en juego todos los títulos mundiales. Este fue solo el principio de una carrera internacional meteórica.

Uno de los rituales de Cortés en el ring consistía en el levantamiento de una gran piedra, supuestamente traída desde España. El luchador, a continuación, invitaba al resto de luchadores de la velada a intentar levantarla. Sin éxito, por su puesto. Cortés murió en un accidente de tráfico en 1971, cuando aún gozaba de gran popularidad, con su pareja de combate Red Bastien.

Hércules Cortés pertenecía a una familia carlista de mucho fuste, los Chicharro Lamamié de Clairac, y es posible rastrear mensajes en foros carlistas que hablan de nuestro hombre luchando en la calle a finales de los sesenta, “en primera línea de todas las peleas contra los rojos”, siempre con la cruz de San Andrés prendida de la solapa. Su nombre real, Alfonso Carlos, da fe de la adscripción requeté. Su hermano Juan fue militar condecorado por su participación en la División Azul (como otros de su familia) y luego ascendido a general; y el hijo de este, Juan Chicharro Ortega, presidente de la Fundación Nacional Francisco Franco (FNFF) y primo de Javier Ortega Smith.

El gigantón era un personaje dentro y fuera del ring, lo que le llevó a aparecer en diferentes películas en España e Italia, incluyendo algún espagueti western y El demonio de los celos, dirigida por Ettore Scola, donde compartió cartel con Marcello Mastroianni. En España también gozaba de gran popularidad. En un reportaje del No-Do de 1967 le podemos ver arrastrando un tranvía en las cocheras de Cuatro Caminos y haciendo un extraño tándem con el estrafalario pintor Julio Viera. Otra de las cosas por las que muchos le recuerdan es por un programa de televisión en el que Cortés retaba a la concurrencia a vencerle en un pulso (existe controversia en los foros de internet sobre si un panadero enorme llamado Matías empató con él y se llevó el premio de 100.000 pesetas o le pudo vencer).

Entre los hitos de su vida de cine también encontramos un breve paso por la cárcel de Carabanchel en 1970, tras haberse visto involucrado en una trama de tráfico de hachís en Madrid. Su muerte en Estados Unidos disparó todo tipo de rumores y hasta hubo leyendas sobre luchadores enmascarados que ocultaban el rostro de un Cortés que había fingido su muerte para escapar de los problemas legales antes mencionados. Toda su carrera está envuelta, en realidad, de imprecisiones, versiones y elementos legendarios. Es, aún hoy, un constructo impreciso de realidad y leyenda, como el mismo catch.

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