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El Villarreal frena la euforia madridista

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El Villarreal puso las cosas en su sitio, como no podía ser de otro modo. Es un gran equipo con pinta de poder dejar sin Champions a algún grande y mostró que el Madrid tiene que mejorar colectivamente y, más allá, que quizás tenga un problema de definición ante los mejores equipos. No siendo muy dado al pressing infatigable, ¿podrá mantener la pelota? Y si no la mantiene, ¿será lo suficientemente sólido para esperar y salir? No nos abandona la vieja pregunta que marca nuestras vidas: ¿a qué jugará el Madrid? El Villarreal comenzó dando un recital académico de salida del balón. El Madrid salió como todos los equipos a presionar, pero luego, como si le invadiese un sentido del ridículo (¿a quién quiero engañar?) se replegó un poco, no mucho, no del todo. La famosa manta del fútbol se le quedó a mitad, no tapaba ni los pies ni tapaba los hombros, quedaba como una toallita para salir de la ducha, siempre en un tris de caerse. Solo atacaba el Madrid con alguna carrera de Vinicius o incluso de Valverde, alejadísimo e infrautilizado en el lateral derecho. Esto le quitaba octanos al mediocampo (con dos medios puros y Asensio). Era el Villarreal el que la tenía, y la pasaba, y la volvía a tener, con una elegancia que cada vez es mayor. ¿No es el Villarreal actualmente el Barcelona? A Laporta le saldría mejor hacerles un canje. El Villarreal mostraba las trazas de un gran equipo. Un equipo es bueno si su entrenador tiene pinta de hablar solo en el coche. No un poco. Auténticas conversaciones. El Villarreal es como el toc de Emery. Estos equipos son la obsesión inacabable de sus entrenadores. En el 12 Courtois ya le tuvo que hacer una gran parada a Danjuma. El Villarreal dejaba en evidencia las carencias colectivas del Madrid. Su mediocampo era como un hermoso jardín con la puerta abierta; el Villarreal entraba en silencio, en un silencio sorprendido, pero se quedaba parado ante el estanque (donde había un amorcillo que era Militao). Lo mejor del Madrid podía llegar, y de hecho llegaba, por fuera, por Vinicius y Rodrygo regateando hacia lo exterior, como yéndose no solo del Villarreal sino de su propio equipo a probar suerte por la periferia del campo y del partido. Ancelotti miraba e hinchaba los carrillos, su gesto reflexivo, como acumulando ahí las observaciones. Si el partido se planteaba en la previa como un duelo de sonrisas estrepitosas, la de Vinicius o la de Emery, estaba más cerca la segunda. El Madrid estaba afrontando a un equipo de Champions con la actitud liguera. Faltaba algo, un punto de agresividad. Los jugadores del Madrid respetaban la distancia Covid y en algunos momentos el Madrid se rompía un poco, lo que recordaba, y era muy necesario vista la euforia de las últimas horas, la otra cara del ancelottismo: meses de maravilloso fútbol seguido de un desmoronamiento blando de higo chumbo. El Villarreal invitaba al Madrid a presionar, pero era como enseñarle la espiocha a un flojo. Le dejaba la pelota, y el Villarreal parecía estar impartiendo un clínic, y solo hubo una alteración de los biorritmos a la altura del minuto 35, con unos arranques enrabietados del Madrid que acabaron en una dudosa jugada en que Nacho pidió penalti de Albiol. Pero habia algo ahí. Al Madrid, usando la expresión popular, no se le caían los anillos por correr tras la pelota como un equipo menor. Corría y corría, pero tampoco perdía del todo el sitio. Sufría, en realidad, sufría con modestia como en Milán y en Valencia, esperando que los minutos cambiaran las cosas. Y así llegó al descanso. Ancelotti corrigió su ataque de entrenador y Camavinga comenzó la segunda parte. El Madrid ya tenía otro nervio. Sale del vestuario como salían algunos del cuarto de baño cuando había discotecas, envalentonado y metamorfoseado. Pero que quisiese ir a robar la pelota no significaba que la robase; en un desvencijado intento de presión dejaron solo a Danjuma y tuvo que volver a parar Courtois. Aun hubo otra ocasión muy clara del Villarreal, que tiene capacidades de transformer y pasaba en un instante de equipo tanguero a equipo suavemente contragolpeador. En esos minutos entre la recuperación y la debacle, Camavinga empezó a mostrar cosas: imán de balones, animoso en la presión alta y con personalidad para pedir dirigir aunque fallara algunas entregas (recibió incluso el bautismo de un silbido, uno, ese silbido del Bernabéu que tiene que pitarlo todo y que es como la personalidad profunda y recalcitrante del estadio). Alaba demostró ser una línea de pase fuerte cuando las cosas se ponen serias. Subía la pelota él apenas sin ayuda de los laterales, Nacho y Valverde, que no terminaron nunca de estar. Su destino estaba claro: Vinicius, pero era demasiado claro, demasiado evidente. Modric no tenía el día y dejó el sitio a Hazard. No es ninguna broma decir que Alaba-Vinicius era la sociedad más emprendedora del Madrid. Las cosas están cambiando por días, por horas, y las jerarquías se modifican. La pregunta dolerá al sentimental, pero hay que hacerla: ¿se echa de menos a Ramos? A falta de diez minutos, el Villarreal ya no atacaba y entraba Isco (vísteme despacio que tengo prisa) pero era la habilidad roedora de Hazard la que intentaba ganarle pequeños espacios al bloque amarillo. Valverde, pletórico estos días, fue reventado por el cambio de posición. No hubo ni una sola llegada de los laterales. Sin presión arriba y sin ellos, ¿extraña que Rulli se quedara observando las obras? Emery bailó un zapateado en la zona técnica, hizo un par de cambios y cualquier posible ‘epicidad’ quedó abortada. El Villarreal rebaja el suflé de la euforia madridista. Algo justo y necesario. Reveló los problemas del Madrid, comprensibles, ante un buen equipo de hechuras europeas. Le hizo un gran favor: le devolvió a la realidad.
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