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Vega, columna vertebral de mil cacerías

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Vega, la bella e independiente épagneul bretón de mi hijo Jorge, que paraba las perdices como los ángeles, ha muerto. Nos ha abandonado a los 15 años y a quienes fuimos sus compañeros de cuadrilla (porque los perros no son menos parte de la cuadrilla que los propios cazadores), junto a la natural tristeza, nos ha dejado el consuelo de ver cómo hasta el último día, gracias a sus prodigiosos vientos, pudo disfrutar plenamente del ejercicio cinegético. Es el momento de echar la vista atrás y de recordar cómo adquirirla fue la primera decisión tomada por Jorge nada más emanciparse de un hogar paterno en el que nunca accedimos a su deseo de tener perro. O de rescatar mentalmente la imagen de aquel frágil cachorrillo de cinco meses que corría enloquecido por las laderas de Velilla haciendo imposible que la mano, por qué no decirlo, desesperada, se arrimara a las difidentes patirrojas. Pero aquello duró poco porque con año y medio era ya un soberbio perro de muestra cuyas portentosas actuaciones –¡ah aquella perdiz de ala que, media hora después de derribada, me cobró en un espesísimo maizal de Valdunquillo!– continúan siendo, más de dos lustros después, la columna vertebral de los recuerdos de nuestras ya míticas cacerías en Torozos y Tierra de Campos. Obviamente, la compenetración de Vega con su amo era absoluta; les bastaba cruzar una mirada para entenderse. Y, por supuesto, en el campo no se desentendía ni un segundo de los movimientos de Jorge, mostrando en cambio un desprecio olímpico por el resto de las escopetas. Pero fuera del fragor de la cacería sentía cierta debilidad por mí, una debilidad interesada y aduladora por las caricias y golosinas que habitualmente le regalaba. Recuerdo que, cuando las normas de tráfico no eran tan estrictas, me gustaba viajar al cazadero con ella adormilada y hecha un ovillo en los pies del asiento del copiloto. El viaje transcurría con los comentarios de rigor: que si convenía iniciar las operaciones en las eras del pueblo, que si lo suyo era conducir las perdices hacia el arroyo, que si la punta de la mano no debía apretar al aproximarse al coto vecino, todos esos planes con los que los cazadores, prefigurando la cazata, disfrutamos tanto como en ella. Lo cierto es que Vega, sin levantar la cabeza del suelo y con solo escucharnos –¡habría que ver la pasión de nuestras palabras!– comenzaba a acelerar la respiración y a jadear cada vez más intensamente, sin poder parar hasta que descendíamos del coche. Esa era la enorme empatía que existía entre Vega y nosotros y la que hace que su nombre, junto a los de Dina, Choc, Grin, Cóquer, Fita, Perdi o Mila, figure en letras de oro en la lista de los perros de caza que han dejado huella en la familia Delibes.
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