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La lucha es moral

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Todo proyecto populista es, esencialmente, un proyecto moral. En primer lugar, porque divide al mundo en dos: por un lado, el pueblo bueno y sabio, al que algunos políticos de oficio, pero también amateurs inexpertos, dicen representar y, por el otro, las élites supuestamente corruptas, que solo velarían por sus propios intereses. No hay nada en medio. No hay matices. No hay compromisos, puesto que con el mal no se puede transigir.

Debido a estas perspectivas maniqueas, los gobiernos populistas tienden a dictar comportamientos colectivos e individuales; los funcionarios terminan sugiriendo hasta lo que se debe comer. Buscan conformar así lo que es bueno y es malo, incluso más allá de lo que dice la ley. Las condenas morales se vuelven entonces más importantes que las penales. La ley se vuelve secundaria. Por encima está el juicio moral, el que por supuesto, es tan relativo como su seguimiento y aplicación.

No es extraño que, en dichos regímenes, los encarcelamientos por corrupción en realidad sean mínimos. Lo que se busca es el ejemplo, no el castigo, la conversión más que la aceptación de la norma. El que no obedece ciegamente no es un verdadero aliado y, por lo tanto, es el otro, es decir, el enemigo. Se le puede meter a la cárcel, pero el arrepentimiento es mejor ejemplo. En esta lucha moral, no es extraño por lo tanto que los gobiernos populistas terminen enfrentándose a los diversos sectores de la sociedad que tienen alguna autoridad moral: los intelectuales, los científicos, los periodistas, los líderes religiosos, etc. Nadie puede pretender cuestionar al gobierno en lo más importante que pretende tener, es decir en su estatus moral. Es desde allí desde donde gobierna.

Esa es una de las razones por las que lo importante para la oposición no deba ser únicamente el desempeño del gobierno, sino su mensaje moralizante. Por lo mismo, el tema de la corrupción es central y está por encima del desarrollo económico, de la democracia representativa o de la eficiencia gubernamental. Ni siquiera importa decir la verdad, puesto que ésta es relativa. Si “la realidad” es debatible, entonces lo que queda es una batalla moral. Por eso, los ataques a la ineficiencia incapacidad o franca estulticia de los funcionarios gubernamentales no hacen tanta mella.

En cambio, el descubrimiento de la corrupción interna, entre más cercana al Presidente, es lo que más daño le hace a él y a su partido. Porque la fuerza moral se desvanece tan rápido como se construye. Y como la moral es relativa, cualquiera puede acusar al gobierno de tener comportamientos inmorales. Porque también es inmoral el dispendio o el uso faccioso de los recursos públicos. Como es igualmente inmoral predicar sobre ética cuando se hace lo contrario, cuando se miente a diario, cuando se manipulan los datos, cuando se juega cínicamente con la vida de las personas a las que se juró proteger. Por eso mismo, la oposición requiere tener estatura moral, para poder competir en el terreno donde se ha construido la legitimidad de un gobierno. Y esto urge, porque entre todos han cimentado un electorado cada vez más escéptico de la política y de su necesaria ética. 

roberto.blancarte@milenio.com

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