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Iniciación el montañismo en primera persona

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Dedicado a todos mis compañeros del curso. No puedo nombrarlos uno por uno, pero los llevo conmigo en cada recuerdo. Gracias, infinitas, por la fuerza compartida.

Con incertidumbre y adrenalina: así me sentía en la clase teórica que marcaba el inicio del Curso de Iniciación al Montañismo Nivel II, en la sede del Club.
Entre mapas y pronósticos, nos sumergimos en el mundo de la meteorología de la mano de José y Pedro, guías del curso. Aprendimos a leer variables como precipitaciones, viento, nubosidad, presión atmosférica y la isoterma: ese dato que hasta entonces me era completamente ajeno. Conocía Windguru, aunque nunca lo había usado con verdadera conciencia. Fernando nos recordó que no todo se reduce a las apps: hay que mirar el cielo, salir al terreno, contrastar con la realidad.
En grupos, hicimos un cálculo teórico del tiempo de marcha hasta el Refugio Laguna Negra, contemplando cantidad de personas, terreno y condiciones climáticas. No hubo gran consenso: las estimaciones variaban entre 3 h y media (los muy optimistas) y 6 h y media (con cierto realismo).
Repasamos los elementos de seguridad básicos: mochila, casco, bastones, guantes, anteojos, linterna y un buen botiquín. Me quedaron cosas pendientes, como la herramienta multiuso. El listado del equipo me abrumó un poco. En automático, me preparé con lo que conocía. Elegí una mochila pequeña, ignoré la indicación de 40 litros mínimos y llegué con una de 10 L (algo que convertiría la salida en una odisea).
Día 1
Nos reunimos a las 9:30 en Colonia Suiza. Se repartieron salomónicamente los insumos para la cena de esa noche (el prodigioso guiso de lentejas), se recordaron algunas indicaciones prácticas y nos lanzamos montaña arriba.
Al llegar a Rancho Manolo, hicimos una escala técnica para aprender a usar la brújula: a colocarla sobre el mapa, ubicar el norte e identificar las distintas caras de la montaña, entendiendo hacia dónde miran.
Después de las primeras pendientes, llegamos a un punto en donde se conformaron dos equipos: uno subiría por el camino tradicional de los caracoles, el otro iría por la Picada de los Italianos, de mayor dificultad técnica.
Elegí el camino más desafiante. Era una manera de seguir empujando mis propios límites. El primer obstáculo real llegó al atravesar un arroyo. Hicimos un pasamanos de mochilas y luego dimos un buen salto para cruzar con las botas secas.
El terreno en la Picada de los Italianos, en sombras, era húmedo y resbaladizo: barro, agua y, muy pronto, nieve. Tuvimos que hacer algunos pasajes con cuerda. Me aferré a la piedra, dándole la espalda a una zona muy expuesta. Cuando tiraron de la cuerda, uno de los nudos se deshizo. Sentí que el peso de la mochila me tiraba hacia atrás. La angustia me paralizó. Lloraba. Mis lágrimas hablaban lo que no podía explicar. Pero el aliento de mis compañeros me sostuvo para seguir adelante.
Continuamos ascendiendo. Con más nieve y las piernas cansadas, una última caída no me detuvo: me repuse con fuerza. El refugio estaba cerca. Llegamos a las 16:45.
Arriba nos reencontramos con el otro grupo para disfrutar la última hora de luz. Habían llegado primero, pero los caracoles no habían sido tampoco un camino de rosas. El cruce del arroyo también les había tomado mucho tiempo: estaba muy crecido.
Cuando oscureció, y bajo la luz de las velas, volvimos al mapa, a la brújula y al piolín para medir desniveles, distancias y tiempos de marcha. El desafío del día siguiente era la cumbre del Cerro Negro, pero todo dependería de las condiciones reales que encontráramos en el terreno. Algo sabíamos: teníamos que salir temprano si realmente queríamos lograr el objetivo. Pactamos las 8:00.
Se cocinó el guiso de lentejas más económico de la historia (ovación a Fernando). Compartimos una botella de vino (porque siempre hay espacio para un vino), y el ánimo se encendió junto al fuego.
Día 2
Salimos 20 minutos más tarde de lo previsto. El grupo era grande y organizarse llevó tiempo. Habíamos calculado una hora para bordear la laguna, pero nos tomó dos: las condiciones eran más complejas de lo imaginado. Emprendimos la marcha bajo la luz rosada del amanecer; el agua quieta de la laguna reflejaba las piedras doradas del Cerro Negro.
Bordear la laguna tuvo sus desafíos: un escalón que nos hizo retroceder, tallar una escalera en la nieve y avanzar con máxima atención. En el trayecto, aprendimos a usar el bastón con ambas manos, hacia el monte, no hacia el valle.
Hubo pasos con cuerda, trepadas en roca. Aunque me temblaban las piernas y la mente quería desbocarse, la voluntad de avanzar fue más fuerte.
Nos volvimos a dividir en dos grupos y rotamos la función de liderazgo. Guiar implicaba fijar la dirección, marcar la huella, prestar atención a los tiempos y a las necesidades del grupo.
Finalmente, los dos grupos llegamos al col. La silueta del Tronador dominaba un paisaje de picos nevados. Imponente y lejano, el Tronador.
José y Pedro se tomaron un tiempo para evaluar el clima, las condiciones del terreno (¡y del equipo!) y decidir los próximos pasos. Finalmente, se acordó que un grupo intentaría hacer cumbre en el Negro, y el otro emprendería el regreso hacia la laguna, punto de encuentro para retomar la vuelta juntos.
Fui con el grupo que se sumó a la aproximación a la cumbre. Caminamos por un pedrero cubierto de nieve, con un nivel de exigencia alto, hasta que llegamos a un punto en que, sin crampones, no era seguro continuar. Eso fue una mala noticia. La buena fue que nos regaló diez minutos para almorzar con una vista increíble.
Las condiciones para bajar fueron mejores de lo esperado, y lo hicimos a buen ritmo. Bordeamos la laguna en una hora. Y del refugio hasta Colonia Suiza no demoramos más que cuatro.
Para mí, fue más que un curso. Me encontré con mis propios miedos, con la fortaleza de los otros y con esa poderosa sensación de sentirse pequeño y, a la vez, inmenso en medio de la montaña. Aprendí a caminar con la fuerza del grupo y con la confianza de los guías. Aprendí que el equipo importa, pero también que no necesito lo mejor para salir igual y desafiar mis propios límites. Lo más importante: aprendí a estar presente en cada paso y a disfrutar del camino.

Josefina López Llovet

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