'Karate kid legends': Hollywood nos vende otra historia de autosuperación (sin salirle mal del todo)
Una secuela tardía del clásico 'ochentero' que se estrena este viernes 8 de agosto presenta a nuevos personajes y reúne a Ralph Macchio, el joven aprendiz del filme original, con el mentor interpretado por Jackie Chan
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Si partimos de las consabidas divisiones de trazo grueso entre décadas, el Hollywood de los años setenta del siglo pasado tendía a ser más abatido y pesimista, mientras que el cine de los ochenta tendía a ser más irreflexivo y optimista (y, aunque se nos olvide, a menudo agresivo y beligerante). Pero en el Hollywood ochentero todavía había ecos de los setenta. A menudo, podía parecer que las películas comenzaban simbólicamente en una década y terminaban en la siguiente.
Ese podía ser era el caso de Karate kid. El filme original comenzaba con un traslado indeseado a un edificio cutre, porque California no es solo glamur y playa. Veíamos a una madre trabajadora, viuda, que intentaba salir adelante con su hijo adolescente. Veíamos al chico, acosado por matones en el instituto, ahondando en su descubrimiento de la desigualdad económica cuando se acerca a una joven de padres ricos.
A medida que avanzaba el relato, descubríamos a un lacónico conserje japonés que empezaba a hacerse presente en la vida de ambos desde su pequeño rincón de encargado de mantenimiento. Luego venía lo que convirtió la película en algo distintivo, potencialmente memorable: cómo el señor Miyagi imparte lecciones de karate y de vida al joven Daniel-san mediante tareas más propias del trabajo de verano de un chaval, como encerar un coche o pintar una valla.
En el desenlace de Karate kid, el héroe ganaba, se quedaba con la chica y todo hacía presagiar un futuro brillante. El relato de autosuperación acababa siendo ridículamente triunfal. Como si en los años ochenta no hubiese espacio para relatos sobre dignísimas derrotas como la relatada en Rocky. Todo tenía que terminar a lo grande. No solo había que plantar cara al matón, sino derrotarle a este y a todos los otros contendientes en un campeonato tras entrenar unas semanas. El camino de mejoras y aprendizajes paulatinos, de negociación con el miedo, acababa distorsionándose un poco. Como en otra fantasía meritocrática, Regreso al futuro, todos tus problemas se solucionaban cuando golpeabas al bully que te acosaba en el instituto.
En la secuela tardía de Karate kid legends se transitan caminos parecidos. Vuelven a confluir la lógica del éxito individual a través del esfuerzo y del final feliz desatado hollywoodiense, pero se dribla una cierta inverosimilitud fundamental. Ya no estamos ante un joven inexperto, sino ante un luchador talentoso que ha dejado las artes marciales por un recuerdo traumático. Así que esta vez no se trata tanto de potenciar un físico, sino de superar el bloqueo emocional y, también, ese miedo que era central en el original.
Acelerando la fórmula del éxito
Karate kid legends es una secuela tardía con aires de reboot. Vuelven personajes de las obras previas, que alcanzan un relieve muy variable, pero el grueso del protagonismo recae en un elenco rejuvenecido. Li Fong (Ben Wang) es el nuevo héroe dubitativo, un joven chino que se traslada a los Estados Unidos porque su madre cambia de trabajo y de país, sumido en el duelo por la muerte de su hermano mayor. Y Mia (Sadie Stanley) es la chica de al lado, más concretamente de la pizzería de al lado, a la que el protagonista se acerca con la consabida mezcla de timidez y perseverancia.
La historia se desarrolla de manera bastante energética y un tanto impaciente. El filme dura poco más de hora y media, y transmite cierto aspecto de producción orientada a competir por la atención impaciente y caprichosa que parece presuponerse en los usuarios de plataformas de vídeo en streaming. Abundan las elipsis destinadas a acelerar el relato, los recursos de posproducción reminiscentes de los lenguajes del cómic y de los videojuegos. Los cineastas parecen asumir que el público de 2025 quiere más acción en menos tiempo, así que el relato tiene más meandros y más peripecias hasta la llegada del torneo final.
El resultado es un caramelito de acción, humor y amor con aires de teen movie. La trama romántica de amor más o menos adolescente proporciona un cierto corazón (o una apariencia de este) al relato. Y, por supuesto, comparece un nuevo matón estrella de las artes marciales que no supera que la chica rompió con él y acosa al nuevo chico del vecindario.
Trama de bullying al margen, los autores nos trasladan a un lugar donde a todo el mundo le parecen ir bien las cosas. Salvo al padre de la chica, dueño de una pizzería que pasó por una mala temporada y pidió dinero a un prestamista. La subtrama encaja con elementos de las primeras secuelas, donde aparecen oligarcas codiciosos y empresarios criminales que parecían extraídos de un capítulo de la serie televisiva El equipo A. En la ficción, el matón es el obstáculo que interfiere en los caminos de ascenso social o de bienestar dentro de un sistema que funciona. El protagonista solo tiene que estudiar para superar las pruebas de acceso universitario. Solo hay que esforzarse, todo depende de uno mismo. Y donde no llegue el esfuerzo, llegarán las herencias: el profesor particular de Li Fong dispone de una azotea donde este puede realizar sus entrenamientos.
Sobreescribir el pasado
En una de las sagas por excelencia del Hollywood posmoderno, Scream, se iban añadiendo parches que se integraban en cada nuevo filme como las actualizaciones de un proveedor de software. Si se criticaba el casting 100% caucásico del original, la primera escena de la secuela bromeaba sobre ello a través de los comentarios de dos personajes afroamericanos. Si se criticaba la banalización del acoso y la violencia, en Scream 3 se visualizaba el problema de la violencia machista mediante el trabajo de la heroína como consejera para una línea telefónica de atención a las mujeres. De alguna manera, la saga se corregía sobre la marcha.
Karate kid legends incluye una extraña sobreescritura del pasado: el remake realizado en 2010 se ha convertido en una secuela. Los motivos parecen estrictamente comerciales: convertirla en otra entrega de la saga original permite la correspondiente reunión del mentor que la coprotagonizaba, interpretado por una estrella como Jackie Chan, con el aprendiz de las primeras películas y ahora también profesor, el Daniel-san encarnado por Ralph Macchio. De esta manera, se puede llevar a cabo una reunión de leyendas que pone en común la tetralogía cinematográfica, la serie televisiva Cobra Kai y el mencionado remake. Y abre la puerta a nuevas obras derivadas que saludar con un resoplido de cansancio ante tanta avaricia corporativa.
Los responsables de la nueva entrega demuestran un cierto desparpajo, o desvergüenza, al convertir el apaño en algo parecido a una tesis, o un eje temático de la narración. Y justifican todo ello mediante el empleo de un fragmento de Karate kid II como prólogo del filme. La coincidencia de los personajes de Chan y Macchio sirve para enfatizar que el kung fu que cultiva el primero y el karate que cultiva el segundo son dos ramas del mismo árbol. No faltan los gags de humor verbal y físico alrededor de esta concordia salpicada por pequeños piques de rivalidad.
Pero la reescritura de la naturaleza de Karate kid (2010) tiene consecuencias. La película, que calcaba muchas situaciones del original, se convierte en una secuela-remake con algo de delirante, de inexplicable. A otros personajes, de otro país, de otra época, no dejan de sucederles prácticamente las mismas cosas que al señor Miyagi y a Daniel. Experimentan una especie de eterno retorno subrogado, como si estuviesen condenados a vivir una vida que en realidad no es la suya.
Tras la aparición de Karate kid legends, Karate kid (2010) se convierte retroactivamente en un símbolo de ese Hollywood que parece renunciar a contar historias nuevas. Un Hollywood rentista que está más centrado en aprovechar su catálogo de propiedades intelectuales con nuevas secuelas y derivados con continuidades a la carta (véanse secuelas cuánticas como La noche de Halloween (2018) o Terminator: Destino oscuro) y que mantienen relaciones cada vez más confusas con las entregas previas. Abundan las obras como Alien: Romulus o Sé lo que hicisteis el último verano (2025), que son a la vez secuelas, remakes y reboots donde lo nuevo (encarnado por los personajes jóvenes, orientados a conseguir que las nuevas audiencias se identifiquen con ellos) no parece nada nuevo porque debe parecerse a lo antiguo. El objetivo sería complacer a unas audiencias supuestamente atrapadas por una nostalgia paralizante.
En comparación con el corsé dolorosamente rígido de esta especie de eternos retornos subrogados, los responsables de Karate kid legends encuentran un pequeño espacio para el libre albedrío. Consiguen que las cosas fluyan hasta cierto punto, que parezcan moderadamente frescas. Sus personajes no viven exactamente lo ya vivido por los personajes de las obras previas, aunque unas cuantas situaciones rimen porque los peajes de pertenecer a una franquicia de éxito obligan (o eso parece) a incorporar guiños. Si nos ponemos conformistas, quizá es suficiente motivo para disfrutar de un pasatiempo modesto que difícilmente despertará pasiones positivas ni negativas.