Bolsas de orina en la gradería: el crudo ‘entretenimiento’ que marcó al fútbol de Costa Rica (y que yo vi muchas veces)
El furor por los 35 años de Italia 90 desempolva estos días recuerdos de una época más artesanal del fútbol costarricense, cuando todo era distinto. Algunos jugadores llegaban en bus normal a partidos importantes (a veces recién salidos de la cantina), las aficiones se mezclaban sin riesgo de motines... y en la gradería de sol ocurría un “entretenimiento” digno de Nerón y el Coliseo.
Si alguna vez escuchó que en los estadios de Costa Rica los espectadores tiraban bolsas de orines, quien escribe estas líneas puede atestiguar que es completamente cierto. Muchas ocasiones presenciamos el barbárico ritual, aunque como simples observadores, sin aportar la materia prima ni ser la víctima; alguna vez sentí inevitables gotitas por salpicadura, pero jamás el impacto de lleno del misil teledirigido.
Lo que aquí relato en primera persona ocurrió en la tribuna popular de los estadios Nacional (el viejo), Ricardo Saprissa y Alejandro Morera Soto. Corresponde a la segunda mitad de los años 80 y principios de los 90. A los lectores más impresionables, se recomienda discreción para los siguientes párrafos, pues vienen imágenes sensibles.
Iniciemos recordando que el mantenimiento de los estadios no era precisamente el fuerte de los equipos. Empezando por el césped: la peor gramilla actual de Primera División podría competir como la mejor cancha de aquellas temporadas. La pintura en las paredes era un lujo ocasional y los servicios sanitarios parecían mazmorras medievales.
Como parte de las tradiciones de la época, muchos aficionados tenían la costumbre de ir a dormir afuera del portón para los partidos más decisivos. Eso significa que usted llegaba a las 6 a.m. y ya los mejores lugares de la gradería de sol (al centro y arriba) estaban ocupados por rostros ojerosos y muchas veces alcoholizados. Pero el sacrificio de pasar una mala noche en el frío de Tibás o La Sabana se compensaba con el privilegio de una buena visibilidad o, mejor todavía, de eludir la infame broma de los orines.
Las líneas amarillas no existían; hicieron su debut después de la tragedia del Mateo Flores de Guatemala (1996). Aunque el terrible suceso no ocurrió en Costa Rica, la Sele era el rival ese día y el impacto global de la desgracia hizo que aquí se revisaran medidas de seguridad.
Por ejemplo, se eliminaron fosos de los estadios Eladio Rosabal Cordero y Fello Meza. Los arquitectos que diseñaron esos recintos consideraron que tales zanjas eran una buena idea para impedir la invasión de cancha; sin embargo, en la práctica amenazaban con provocar una estampida mortal.
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Pero como en aquellos estadios de la prehistoria no había líneas amarillas, ni tan siquiera butacas individuales que facilitaran el paso, los aficionados estaban apiñados hombro con hombro y desplazarse por las graderías repletas se convertía en una hazaña superior a la conquista del Everest.
Había que calcular cada paso, para evitar un pisotón que desatara la furia del copartidario; además, al volver cuesta arriba, existía un 90% de posibilidad de que un desconsiderado le hubiera quitado el campo.
Los vendedores ambulantes eran acróbatas del Circo del Sol, capaces de balancear gigantes bateas de patís y Coca-cola sin gas mientras iban levitando encima de la muchedumbre.
Entonces, largas horas de espera, más los desincentivos para ir al baño, provocaban soluciones “creativas” al momento de resolver los asuntos de la vejiga, particularmente en las filas de arriba.
Siempre aparecía alguna bolsa plástica, no se sabe de dónde, tal vez reciclada de la merienda casera. Luego venía la parte fundamental del proceso: algún estimable aficionado, harto del vía crucis para ir al baño, o preocupado por la integridad de su próstata, o solo con el objetivo de mantener tan bella tradición, levantaba la mano para ofrendar el preciado líquido.
Los más pudorosos trataban de disimular, agachándose para orinar o camuflados detrás de un pelotón cómplice. En cambio, otros más desenfadados no tenían problema en llenar la bolsa delante de todo mundo; en la época actual, hasta selfie se hubieran hecho.
Después, ya con la ojiva nuclear lista, había dos posibilidades: buscar algún blanco predeterminado en los asientos de abajo, o lanzar la bolsa con los ojos cerrados y dejar que la Ley de Probabilidades hiciera su trabajo.
Para la primera opción, la víctima obvia era un aficionado rival, en el caso de los partidos del Campeonato Nacional. Identificarlos no era tan sencillo como ahora, que todos van uniformados. En aquel momento usar la camisa del equipo no era muy habitual, así que para ubicar al enemigo había que recurrir a pequeños detalles que los delataran.
Las mujeres también eran blanco predilecto, para darle a la ceremonia un matiz todavía más machista. O el muchacho que estaba comiéndose un sándwich que le alistó la mamá. O el vendedor malencarado que abusó con el precio. O cualquier otro ser humano: a fin de cuentas, era un castigo cruel y gratuito, un anónimo crimen de odio.
La bolsa describía una parábola en el aire y los aficionados la seguían atentos con la mirada, como si fuera un disparo a marco de Evaristo o un tiro libre de Cayasso. Eran segundos de alta expectación y silencio, hasta que finalmente el plástico caía y el rocío dorado se desparramaba sobre la cabeza, los hombros y la espalda del pobre damnificado y sus vecinos.
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Una vez cumplido el ataque, en la parte alta de la grada todo eran risas y consejos para calibrar la puntería en la próxima incursión. Abajo, las caras eran de resignación; resultaba inútil salir en cacería de los culpables, o denunciar la agresión ante la Guardia Civil (no había seguridad privada), o buscar a los dirigentes del club. Nadie hacía nada ni se escandalizaba; todos asumían semejante ruindad como un protocolo socialmente aceptado.
El atroz acto ocurría 4, 5 o 7 veces mientras llegaban las 11 a.m., hora en que empezaban los partidos. A veces, el bombardeo se prolongaba durante el encuentro. Podemos imaginar lo que era regresar a la casa así, con la mancha amarilla en la camisa, el cabello tieso y el inconfundible aroma a ácido úrico. Pero de nuevo, correspondía a valores diferentes de aquel momento, una especie de herida de guerra entendible y tolerable que solo quedaba en anécdota.
Y, ¿cómo desapareció esta pieza de folclor? A principios de la década de los 90, en algún estadio alguien habrá tenido una epifanía moral y se opuso al innoble cañonazo. Después otra persona lo secundó, y después otra, hasta que se fue diseminando una especie de conciencia colectiva que descorrió la venda sobre tan vergonzosa práctica. No hubo ninguna campaña de educación, o algo así. Simplemente, un día los aficionados decidieron viajar al siglo XX y dejar de comportarse como ciudadanos del paleolítico.
Las mejoras en los estadios ya permitían atender estas necesidades en condiciones decentes, por lo cual tampoco había excusa para convertir la gradería en orinal a cielo abierto. Así quedó en desuso la micción en las tribunas, ojalá para jamás volver, aunque la historia es tan cíclica que uno nunca sabe.
Por cierto, en uno de los estadios de Primera División, en aquellos mismos años, el sector norte era conocido como “la gradería de los mariguanos”. También estuve en ese lugar, pero las cosas que vi ahí mejor las cuento otro día.