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Lo que ha vuelto no es exactamente fútbol

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Dirán que el fútbol ha vuelto, pero no está claro que la actividad deportiva practicada ayer en los estadios vacíos de Alemania fuera fútbol. Se parecía más a lo que los no aficionados decían antes que era el fútbol: veintidós hombres corriendo detrás de una pelota, ahora desinfectada. Bajo la mirada no precisamente ingenua del árbitro Deniz Aytekin, al que la mascarilla no le quedaba mal, se disputó el Borussia Dortmund-Schalke, el derbi del Ruhr, primer partido en la época del coronavirus. Quizás podría hablarse de «coronafútbol»: estadio vacío y distancia social, una distancia impuesta, teatral, que desaparece una vez que empieza el juego. Ceremonialmente, los dos equipos llegaron por separado al terreno de juego. La megafonía intentaba dar una forzosa sensación de normalidad, consiguiendo el efecto contrario. Entrenadores y suplentes, con mascarilla, tomaban asiento en banquillos adaptados a la distancia reglamentaria. Los suplentes, muy separados del compañero, parecían forzados a una observación solitaria. El banquillo ya no era el banquillo, era un conjunto de jóvenes aislados en grandes sillones. Parecían el jurado de La Voz. El segundo entrenador quedaba igualmente separado del primero, pero no tanto; se percibía la tensión por acercarse a darle el consejo táctico diferencial que además siempre se da por la espalda. ¿Habría faltas? En el minuto 4, Benito Raman hizo la primera. Por detrás, impotente tras perder un balón. Era casi un acto reflejo. No era edificante, pero sí futbolístico. Porque el partido tuvo 90 minutos, dos equipos, un balón corriendo, pero careció de algo indefinible. Lo que separa una casa de un hogar, una reunión de una fiesta. Hubo faltas, presión, contacto en los saques de esquina, pero sin vibración. No hubo nada violento, agónico o emocional. Los contactos no fueron intensos. En los futbolistas se notaba algo tímido y distante, como si todos fueran Gareth Bale. Cuando Haaland marcó el primer gol, se fue al córner y bailó torpemente una danza imaginaria. Sus compañeros respetaron su espacio sonriéndole a la distancia debida, como si hubieran sustituido una ceremonia por otra. Parecían un videojuego. Al marcar el 2-0, Guerreiro salió corriendo y nadie fue detrás de él. Disciplinados, los jugadores renunciaron completamente a los abrazos y a sus habituales tocamientos y arrumacos. Pero era todo teatral, etiqueta social o superstición, porque después de rehuirse al celebrar el gol, volvían a apelotonarse en un córner. El fútbol imponía un acercamiento. Lord Baden-Powell, fundador de los Boy Scouts, definió a principios de siglo XX al espectador del fútbol: «Especímenes miserables que aprenden a ponerse histéricos aplaudiendo o gruñendo de pánico al unísono con sus vecinos. De todos sus sonidos, el peor es el grito de risa histérica con el que saludan cualquier jugada o caída». El aficionado es probablemente así, pero es un elemento fundamental del fútbol, quizás imprescindible. ¿Es teatro el teatro si no tiene público? Esa pregunta la admite el fútbol. Es como un huevo sin sal, un beso sin bigote. El ruido de fondo eran voces, instrucciones de los entrenadores sonando huecas dentro del estadio. No sonó como sonaría un partido de amigos (no había risas, ni berridos de gozo, escarnio o impotencia), más bien como lo que escucharíamos en una piscina al ir a nadar a última hora del día. Hacia el absurdo El partido, para colmo, no tuvo mucha historia. El juego del Borussia llegó a ser hermoso, pero el Schalke no dio mucha batalla. Así llegó el tercer gol: Hazard tras otro toque de Brandt. Un gol sin sonido, sin celebración y sin abrazos que casi pasó inadvertido. El término distanciamiento viene del teatro. Era la técnica de Bertolt Brecht para lograr que el espectador, sin caer en la empatía o la catarsis, pudiera analizar más fríamente la idea. Este distanciamiento venía del «extrañamiento» del formalismo ruso. Algo para revelar la alienación. De alguna forma, aplicándole distancia al fútbol, este deporte se convierte en otra cosa. Revela su naturaleza absurda. Se pierde la comunión del jugador con la grada. Desaparece el elemento de transformación o purificación cuando el espectador se funde con su equipo. No hay color, ni ruido, ni sentimientos. Es como una clase de zumba. Es frío y esquemático. Pura geometría de pizarrita. Lo dijo Morante: «Televisar corridas sin público es un sacrilegio». Derrota y distancia En realidad, el «coronafútbol» parece un paso más en la evolución del fútbol sometido a la televisión: sin violencia, sin insultos, sin marcajes al hombre, y ahora sin público y con los contactos mínimos que exige el juego. Si se sigue definiendo esto como fútbol, quizás se esté decidiendo algo fundamental sobre su futuro. Se vislumbró, eso sí, el fútbol eterno y soberano en el 4-0, un destello, una jugada perfecta del Borussia que remató Guerreiro con el exterior. Eso era fútbol, era innegable, y se dirá que es mejor que nada. Después vimos a Thorgan Hazard tirado en el suelo con molestias. Nadie fue a socorrerle, nadie le tocó (es el fin de los tocamientos). Tuvo que ser cambiado y, al saludar a su compañero Sancho, le ofreció la mano en lugar del codo. Fue una de las pocas infracciones de la tarde. Los jugadores se mostraron robóticamente disciplinados. Al acabar, los del Dortmund le dieron un sonriente aplauso a la grada vacía, al público inexistente. Volvían a parecer figuras de un videojuego. Al abandonar el campo los dos equipos, la distancia entre unos y otros era la misma; sin embargo, en los del Schalke parecía mayor. La derrota también quería volver con el coronavirus. La distancia parecía soledad.
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