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Una vez más, La Fuenfría. Crónica con nombre propio

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A Ernesto, compañero de ruta, de palabra y de vida




Cercedilla tiene una actividad inusual. Hemos llegado pronto, pero no nos permiten instalarnos en el parking subterráneo por llevar las bicis con nosotros, y ya es complicado encontrar sitio libre en la amplia pradera-parking. Más tarde nos enteraremos de que se celebraba el Maratón Alpino Madrileño.

Casi cuesta encontrarnos. Estamos muy desperdigados y todos nos afanamos en poner a punto nuestras bicis.


Las caras han cambiado, pero los abrazos siguen conteniendo el sentimiento de siempre. Hoy presentes: Andrés, Ernesto, Fer, Jesús, Juan, Luis Ángel, Nacho, Pedro, Rafa, Raúl y Alfonso. Además de Enrique y Nano, que harán ruta por carretera y nos veremos de nuevo a la vuelta.



En este instante previo a la primera pedalada, todo es calma engañosa, contenida, como si el camino y la montaña nos observaran en silencio, aguardando el desafío.

Sin más esperas, el primer giro del pedal nos lanza hacia la aventura. Atravesamos las calles de Cercedilla con ese cosquilleo que mezcla costumbre y expectación.


Nos internamos por los primeros tramos del Camino Puricelli. Muchos lo confunden con una antigua calzada romana, pero en realidad esta senda forma parte de una carretera que nunca llegó a concluirse en la década de 1930, y que pretendía unir Madrid con Segovia.


Las lluvias recientes y el uso constante han dejado las piedras muy vivas, transformando lo que antes era un tramo de fácil rodar en un firme, cuando menos, incómodo.


Charlas con el compañero que pedalea a tu lado; las sonrisas familiares, el entusiasmo intacto… como si el camino nos reconociera y nos diera la bienvenida una vez más. Nos reencontramos en este punto, donde el aire fresco mezcla recuerdos con expectativas.



Entre todos, Ernesto parece distinto. Hay algo en su actitud, un brillo en los ojos, una inquietud que no se explica solo por la dureza del recorrido. Sonríe más de lo habitual y al rato queda serio, como expectante por la aventura que aguarda.



Hoy no es solo una ruta más. Es el eco de muchas travesías, la continuación de historias aún por contar, de conversaciones que esperan en cada subida y descanso.



La fuente de La Piñuela, esa que nunca decepciona con su agua fresca y abundante, nos regala un respiro que algún compañero ya venía reclamando. Como tantas otras veces, se convierte en oasis y punto de encuentro: manos bajo el chorro, bromas cruzadas y una breve tregua que el cuerpo agradece mientras nos hacemos unas fotos para atrapar el instante.



Los senderos entrañables llegan a su fin, y dan paso a la pista forestal. Ninguno desconocemos lo que nos aguarda: tramos exigentes, pendientes que ponen a prueba piernas y voluntad. Es momento de coger el ritmo adecuado, apretar los dientes… y tirar pa’lante.


Se agradece una parada junto a los restos silenciosos de la antigua residencia del Club Peñalara. Hoy en ruinas, sus muros aún susurran historias de jóvenes montañeros que soñaban cimas y vivían con más ilusión que medios. ¡Si Schmid levantara la cabeza! Nos detenemos unos segundos, en silencio: una instantánea… y el respeto por quienes abrieron senda antes que nosotros.


Para continuar la marcha, me uno a Fer, Luis Ángel y Raúl, poderosos de piernas y de ánimo, que marcan un ritmo firme y alegre. Avanzan con soltura, devorando el camino como si la pendiente no pesara en sus ruedas. A su lado, todo parece más llevadero: una mirada cómplice entre compañeros, una bocanada de aire frío que limpia los pensamientos, ese instante en que el corazón late fuerte pero feliz, agradecido por estar ahí, en movimiento, en compañía.



Llega el momento de bajar las pulsaciones, de relajarse, de dejarse arropar por el paisaje. Nos acercamos al mirador de Luis Rosales, donde el tiempo parece suspenderse, donde la mirada se pierde en la amplitud del horizonte y la mente, por un instante, se vacía de todo… incluso de la bicicleta.



Otra breve parada, solo para algunos, junto a la Puerta de la Fuenfría. Una foto testimonial, rápido encuadre y sonrisa, que sella un nuevo paso por este lugar emblemático. Un instante fugaz, pero lleno de significado: cada vez que pasamos por aquí, el viaje se reafirma. ¡Próxima parada, el Mirador de la Reina!


Rafa y yo aprovechamos el momento para permitirnos una rápida escapada, de esas que no necesitan palabras. Subimos el ritmo, nos cruzamos una mirada y, sin decirlo, nos retamos con la sonrisa puesta. Intentamos acudir al mínimo a la ayuda eléctrica de nuestras máquinas: que se note la pierna, no el botón. Un instante de esfuerzo voluntario, de pura voluntad, como si quisiéramos recordarnos que también sabemos volar con lo justo.


La foto de grupo en el mirador es ineludible y más en un día espléndido y claro como el de hoy, que por momentos invita a buscar la sombra. El lugar es el de siempre; somos nosotros los que al colocarnos, confirmamos que una vez más hemos llegado hasta aquí. Y eso, aunque no se diga en voz alta, se celebra.



Al alcanzar el Puerto de la Fuenfría (1792 m), propongo una nueva parada para la foto, esta vez con el imponente Montón de Trigo (2161 m) como telón de fondo. ¡Vaya día que llevamos de paradas!, comenta algún compañero, y todos asentimos con una sonrisa.



El acercarnos hasta el Collado de Marichiva, a las puertas de Segovia, hacia donde Andrés mira por un par de minutos, es un acto casi testimonial. Hay quienes acarician la idea de seguir avanzando hasta el Collado del Rey, pero la ruta que diseñé con Juan, y también la sensatez, recomiendan emprender el regreso.


De nuevo el puerto de La Fuenfría, la puerta, la senda que hacía tiempo no recorríamos cerca de la fuente de Díaz Duque y regreso rápido por la carretera de la República hasta la Pradera de Corralillos.



Ahora sí, descendemos por un tramo de la antigua Calzada Romana… o eso dicen los mapas. Siglos de historia, gastados por el tiempo y por el paso incansable de andarines y ciclistas


Los arroyos de La Fuenfría, de los Acebos y de Cerromalejo van quedando atrás en nuestra marcha, que ahora se vuelve más exigente. A partir de aquí, se acabaron las pistas y nos adentramos en sendas estrechas, cerradas por una vegetación que parece reclamar su terreno.



La marcha se complica, pero también se vuelve más auténtica para muchos. El grupo se alarga, el silencio crece, y cada pedalada se convierte en una pequeña conquista entre raíces, ramas y pasos antiguos.


Unos avanzan con agilidad, enervados por la adrenalina y por el contagio de los compañeros… y otros, prefieren avanzar con más calma, valorando cada paso complicado, midiendo el esfuerzo. Dos maneras de recorrer el mismo camino, y ambas válidas. La montaña es testigo.


La zona urbana de Cercedilla celebra nuestro regreso, que se entrecruza con los participantes del maratón.



Y cuando la ruta parecía llegar a su fin, aún quedaba un motivo más para celebrar. Ernesto, con la misma sonrisa que nos acompañó en cada kilómetro, nos invita a compartir su alegría: su cumpleaños y el orgullo inmenso de ser, en breve, padrino en la boda de su hija. Un final que no es solo el cierre de la jornada, sino el inicio de nuevos recuerdos, suyos y nuestros, que perdurarán más allá del camino recorrido.


La vida, Ernesto, es la mejor de las crónicas y la tuya va a escribir un capítulo inolvidable

¡Felicidades, Ernesto! ¡Vivan los novios! ¡Viva el padrino!


Nacho me dijo un día: “Empiezas las crónicas con mucho detalle, con ritmo pausado, y pareces acelerar y abreviar según vas llegando al final”.

Amigo mío,  tal vez porque me gustaría decir muchas más cosas y me doy cuenta de que ya me he extendido demasiado. ¿Ves lo que pasa?

¡Hasta la próxima!

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