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Más allá del esfuerzo: entre el calor y los toboganes

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Después de semanas de frío y lluvia, cuando parecía que la primavera no terminaba de asentarse, el calor irrumpe... y no sabemos por cuánto tiempo

En Valdemorillo, esa localidad que tantas veces nos ha acogido, hoy nos reencontramos con la misma ilusión de siempre: Andrés, Ángel, Barri, Enrique, Fer, Gonzalo, Juan, Pawel, Pedro, Rafa, Raúl, Santi y Alfonso, listos para la ruta.

Hasta ayer, la ropa de abrigo era una segunda piel. Hoy, el sol nos obliga a mostrarnos sin artificios: piel pálida, piernas sin el color curtido de rutas pasadas. Una sensación de estreno que nos hace vernos diferentes. Sin embargo, algunos compañeros segovianos aparecen más abrigados de lo recomendable: ¿por frío, por costumbre, por timidez?

Las miradas se cruzan, los saludos se suceden. Desde el primer minuto, el sol impone su presencia recordándonos que el hoy el reto será distinto, sin tregua.

Ya no es el frío quien marca el ritmo, sino el calor que aprieta y nos obliga a adaptarnos. La ruta nos espera y solo queda echar a rodar. Barri aún no ha llegado; confiamos en su fuerza para alcanzarnos, pero sin el track, algunos compañeros decidimos esperarlo.

Dejamos atrás la Cruz del Cristo de la Sangre, un crucero de granito a la salida de Valdemorillo, en el cruce donde antaño se alzaba la ermita del mismo nombre. La ruta nos lleva por la Vereda del Camino de Robledo de Chavela, un sendero que pondrá a prueba nuestras piernas con más de un repecho, aunque por ahora la energía no escasea.

Vadeamos el arroyo de Valquemado, en una finca privada con paso permitido, y más adelante cruzamos el arroyo de Fuentevieja por su viejo puente de piedra. El rincón invita a la pausa: el murmullo del agua, las sombras generosas y la vegetación en mil tonos de verde lo convierten en un refugio tentador. Pero la ruta sigue, y nosotros con ella.


Tomamos el Cordel del Puente de San Juan, rumbo a Fresnedillas de la Oliva, donde el Camino de la Mata se presenta como nueva ruta. El paisaje cambia: los toboganes quedan desnudos, sin árboles que atenúen el sol. Justo al afrontar un repecho, el aviso de avería detiene al grupo. 


Pawel ha roto el cable del cambio, un percance que a algunos se nos antoja como el fin de ruta… pero el “Equipo AyA” entra en acción: Enrique lleva cable de repuesto, lo esencial, y las manos hábiles no faltan para la reparación.

Mientras trabajan, un paisano en quad se detiene para ofrecer ayuda. Sorprende su atuendo impecable, camisa planchada, pantalón de vestir y zapatos, pero aún más al explicar que tiene 80 años y que va de camino de su huerto para otra jornada de trabajo.  

La avería queda resuelta, ¡bravo! La marcha se reanuda en un constante sube y baja que empieza a sentirse en las piernas. Cruzamos el arroyo de La Moraleja sobre un puente de piedra, testigo de incontables pasos y pedaleos. A su alrededor, el paisaje estalla en verdes profundos, una tregua fugaz antes de que el camino vuelva a exigirnos.

El Camino de la Cruz Verde y la Cañada Real Leonesa nos regalan pista rápida a pesar del desnivel, perfecta para avanzar con buen ritmo hasta desviarnos por la Colada de Fuentevieja. Son caminos familiares, incluso acogedores, flanqueados por hierba alta que, a veces, esconde sorpresas…

Un tronco de vieja madera ha quedado oculto al borde del camino hasta que mi pedal derecho lo encuentra. En un instante, la bicicleta gira bruscamente y me escupe de costado. Por suerte, el lecho de arena y la hierba alta amortiguan el golpe, dejando solo secuelas en rodilla y codo, como las de un niño travieso después de su última aventura.

La caída parecía inofensiva en el instante, apenas un sobresalto para los compañeros que me vieron caer. Pero ahora, mientras escribo estas líneas, descubro que el cuerpo tiene su propia manera de recordar lo vivido.

Sin detenernos en esta ocasión en la ermita de Valmayor, enlazamos con la Vereda de los Vaqueros, avanzando hacia el Mirador y el Camping de Valdemorillo. La ruta nos lleva hasta los pinares sobre Navarredonda, donde el paisaje vuelve a transformarse.

Nos lanzamos por un largo tramo de senderos single en descenso, serpenteando entre jaras que intentan cerrar el paso. La vegetación abraza el camino, obligándonos a esquivar y sortear su presencia mientras la bicicleta fluye entre las curvas, atentos a las zonas de piedras o escalones.

Dejamos atrás Navarredonda y el aeródromo de Valdemorillo, bajando con decisión hasta el arroyo de La Parrilla y, poco después, el de las Almagreras. Pero lo peor está más adelante, una “marmotada” en toda regla: El camino, destrozado y convertido en un lodazal, extiende su trampa de barro y agua, intimidando a los compañeros que marchan en cabeza.

Un sendero alternativo parece ofrecer una salida fácil… pero es solo un espejismo. La trampa está tendida y no hay escapatoria. Uno tras otro, todos caemos en la emboscada del terreno. 

Lo increíble se vuelve real. Son apenas unos cientos de metros, anuncia Enrique, pero ante nosotros se alza una pared casi vertical, con escalones traicioneros y zanjas profundas. No queda más remedio que trepar, empujando las bicis y hundiéndonos en el desafío. El esfuerzo llega a su punto máximo. Sin fotos ni testigos, solo la fortaleza del grupo. Empujar las e-bikes es terrible, y cargar las musculares, más ligeras, se hace casi igual de duro con las piernas ya castigadas por la fatiga.

Goteo de compañeros llegando al alto. Las caras reflejan el desgaste tras el duro esfuerzo, tras el desafío superado. Unos buscan dónde sentarse, otros se dejan caer sobre el manillar de sus bicis, tratando de recuperar la respiración.

El cansancio y la satisfacción conviven en el aire, en cada gesto y mirada. Hemos vencido al terreno y seguido adelante cuando todo conspiraba para frenarnos la marcha. Ahora, hasta moverse para la foto de grupo parece una hazaña más.

Unos minutos de respiro, lo justo para recuperar fuerzas. Alguna barrita tardía, agua que ya no es tan fresca como nos gustaría, pero suficiente para seguir adelante.

Tras lo vivido, apenas restan seis kilómetros para cerrar la ruta. El esfuerzo queda atrás, y ahora el olfato y el paladar ya casi saborean lo que nos espera: la cerveza fría, una tortilla de patatas, el descanso compartido, el placer de haber conquistado un día más sobre la bicicleta.

Gracias por la invitación, Ángel.




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