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El otro lado del éxito de Nadal: cinco horas más una bicicleta

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Termina la oda al tenis, más de cinco horas de sudor y gloria, y el gladiador se monta en una bicicleta estática. Un rodillo amarillo y negro adaptado a las dimensiones de Rafa Nadal con un propósito regenerativo, que es práctica habitual en cualquier gran etapa de ciclismo. Rodar 20 o 30 minutos para que la sangre siga circulando por el organismo y se acelere la recuperación física. Es el peaje del ácido láctico, el indicador que detecta la fatiga o la falta de energía. Dándole a los pedales, Nadal trata de eliminar los residuos liberados en su musculatura después de un esfuerzo competitivo de alta intensidad, como fue su duelo con Daniil Medvedev. Por la bicicleta estática del balear pasan leyendas del tenis como Rod Laver, el octogenario tenista australiano que fue un precursor con sus 11 títulos de Grand Slam y que da nombre a las instalaciones del magnífico Melbourne Park a orillas del río Yarra. Junto a Nadal comenta la jugada Charly Moyá, finalista en el Abierto de Australia 1997, amigo del campeón y actual entrenador que cogió las riendas del tío Toni para adiestrar a la máquina. Junto a ellos supervisa la sesión de activación en la bicicleta Rafael Maymó, personaje en la sombra clave en la vida de Nadal, su fisioterapeuta de confianza, siempre a su lado desde hace media vida y tal vez la persona que mejor conoce el cuerpo del campeón pues lo palpa a diario. Nadal se abraza a su padre, Sebastián - REUTERS La bici amarilla es una parte del epílogo que depara la final del Abierto de Australia que ha emocionado al público asistente, a Nadal y su corte y a millones de españoles al otro lado del televisor o del ordenador. El mejor deportista español de la historia se ha quedado de piedra, como paralizado después de la volea a la que no llega Medvedev y que cierra un partido sensacional, todo épica, voluntad y ejemplo del afán de superación. Nadal ya no se vuelve loco como al principio de los tiempos, cuando se rebozaba en tierra batida con su camiseta verde sin mangas, los pantalones pirata y la melena natural de aspecto salvaje. Se emociona al ganar al irascible ruso, se cubre los ojos para que se disimulen sus lágrimas y regala varios zurdazos de rabia contenida. Es un vencedor sereno y pleno que se dirige al palco de color negro donde sufría su séquito. Moyá, su mánager Carlos Costa, su preparador Marc López, su jefe de prensa Benito Pérez-Barbadillo, y por encima de todos, el padre del tenista, Sebastián. A todos abraza Nadal, pero con su padre detiene el tiempo en un beso interminable, mejilla con mejilla, tantos mensajes y vivencias en una imagen que dura unos segundos. Australia es un país ejemplar. Y modélica es Melbourne en su espíritu alegre, en el trato ciudadano, en la feliz mezcla cultural y racial. Nuestras antípodas nos regalan una hora estupenda para citarnos con la final. Las nueve y media de la mañana de un domingo soleado en España, los churros o la tostada para abrir boca, una mañana tirando raquetazos con Nadal, girando la muñeca con sus dejadas hasta la hora de la comida. Magnífica sobremesa con el triunfo del español. Los australianos van con Nadal, se grapan a su zurda. Medvedev es buenísimo, una roca desde el fondo de la pista, pero es antipático y bastante superior en los dos primeros sets. El público en el Rod Laver se decanta por el balear y el ruso no lo entiende. Cualquier grada va siempre con el débil, como ha sucedido durante años en Roland Garros con los contrincantes del español. Quieren emoción, competencia, rivalidad… Medvedev discute con el árbitro - AFP Medvedev es una bala entre punto y punto. Los recogepelotas le dan las bolas y no se reserva. Saca en un santiamén. Nadal, que tiene diez años más, le reclama tiempo para colocarse al resto en más de una ocasión. En realidad le pide aire. Ya sabemos que el español es paciente en su relación con el reloj. Su liturgia en el saque es digna de estudio. La mano al trasero, el repaso a las orejas, la nariz, la frente, el sudor que se sumerge en su muñequera pese a que en el brazo derecho lleva un reloj azul que le incomoda, los múltiples botes a la pelota antes de lanzar el juego. Desesperante para cualquier adversario. En el tramo final, Medvedev acusa el castigo. Requiere tratamiento del fisio en su cuádriceps y vuelve a plantear batalla al juez de silla. Tiene razón en la queja, parte del público lo desconcentra hablando o gritando entre el primer y el segundo saque. Pero falla en las formas. «El estadio está lleno de idiotas sin cerebro. Probablemente su vida debe ser muy mala», escupe. Nadal, ni un gesto, permanece en su guarida mental hasta el final.
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