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¿El fin del ajedrez humano?

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Los habrá que digan que la última final del Mundial de Ajedrez ha sido lo más coñazo que han visto en mucho tiempo. Horas y horas de espera –51, concretamente– delante de dos tipos que tardaban hasta 40 minutos en mover una sola pieza para que, al final, nadie gane. Tablas, tablas, tablas... Así hasta doce, la primera vez que sucedía en los 132 años del campeonato internacional más antiguo que se conoce –basta con mirar al primer ganador, Steinitz, del imperio austrohúngaro, o a la ciudad española, sí, de La Habana, sede de la segunda edición, en 1889–. Luego, un desempate rápido en el que, aquí sí, sin tanto tiempo para pensar, Carlsen demostró su cartelón de favorito como el campeonísimo que es –número uno y campeón del Mundo en 2010 y 2013, respectivamente– con un 3-0: «Sentí que tuve un buen día en la oficina. Todo salió a la perfección». Otros ni se habrán enterado de que, durante casi un mes, se disputó dicho enfrentamiento en Londres. «¿De qué?», dirán de una cita hasta la que se acercó Fernando Arrabal, que ya dejó muestras de su pasión por este deporte en «Crónicas de ajedrez». Y, por el contrario, los hay que habrán disfrutado de la lucha táctica entre Magnus Carlsen (Tønsberg, Noruega, 1990) y «Fabi» Caruana (Miami, 1992) y/o de las retransmisiones de Chess24, donde las narraciones de David Martínez y Pepe Cuenca se acercaban más a un encuentro de fútbol o de baloncesto que al concepto general del ajedrez.

Pero, por encima de todo –hasta de quién fue el coronado–, la resaca del Mundial ha dejado una pregunta en el aire: ¿ha muerto el ajedrez humano, de instinto? Por lo visto, durante la primera parte del pasado campeonato, sí, completamente. Las previas que ambos jugadores realizaron con ordenadores condenaron las partidas a un empate eterno en el que las defensas se impusieron claramente a los ataques. Juegos largos y lentos en las que cada movimiento era seguro, tan defensivo como inofensivo. A años luz del «quien no arriesga no gana» que algún día nos vendieron y un plan que, según fueron acumulándose las tablas, fue ganando terreno en la cabeza del vikingo: «Siempre supe que si llegábamos al desempate tendría muchas opciones», confirmaba con la victoria bajo el brazo. Llegadas las partidas intuitivas, Carlsen es único, más genio que un mecanizado Caruana del que se dice que, financiado por el multimillonario Rex Sinquefield, pudo consultar las partidas secretas de la mejor máquina del mundo, AlphaZero. Será por ello que, siendo el italoamericano el máximo favorito para volver a disputar el trono en 2020, el noruego pide cambios en busca de la emoción: «Es bueno incorporar partidas más rápidas [en el campeonato mundial], porque, hasta cierto punto, es una forma más pura de ajedrez, en la que la preparación desempeña un papel menos importante. Constaría de cálculos más rápidos, intuición e instinto, todas las cosas que creo que son importantes para este juego. Me gustaría eso y tener más espacio para experimentos y para arriesgar», argumentó. Un objetivo que, para él, no empaña lo conseguido, sea como sea y pese a las críticas de otros dos campeones como Garry Kaspárov y Vladimir Kramnik, que le tacharon de conservador: «Creo que tomé la decisión correcta, y no solo por el resultado. Por su parte, Garry y Vald están invitados a mostrar sus estúpidas opiniones», zanjaba Carlsen.

Como en tiempos de la guerra fría

También defiende esa línea el gran maestro holandés Anish Giri (1994), que considera que tantos empates «pueden asustar a los patrocinadores» –principales culpables de que los ingresos anuales de Carlsen, según «Forbes», se vayan hasta los 8 millones de euros, 550.000 por la victoria en el Campeonato del Mundo. A quienes no han asustado los empates han sido a unos espectadores que, al menos en la parte final, se han acercado al ajedrez como nunca desde aquel «Match» entre Bobby Fischer (EE UU) y Boris Spassky (URSS) en tiempos de la Guerra Fría (1972). «Hemos visto cómo ha crecido el interés de los más pequeños, cómo mucha más gente llama por teléfono para recibir clases y cómo se han elevado las consultas en internet», comentó a los medios Malcolm Pein, gran maestro británico y propietario de una tienda de ajedrez, claro, en Baker Street (Londres): «La gente venía de la calle para ver la final en la pantalla. Definitivamente, creo que hay un mini-boom». Entre otras cosas, por culpa de internet. «Se han inventado para practicarlo on-line», comenta Pain, «se puede jugar con cualquier persona del mundo y a cualquier hora», apunta de unos datos que cifran en medio millón las partidas que se juegan mientras usted lee esta noticia. Especialmente sonada fue la crecida del ajedrez en Estados Unidos tras la llegada de Fabian Caruana –competidor por Italia hasta 2015–, segundo americano en optar al cetro mundial: «Hay toda una generación de estadounidenses que no crecieron con Bobby Fischer ni con el interés por este juego, pero eso ha cambiado en las últimas semanas», reconocía Mehreen Malik, mánager del ajedrecista.

El autómata de Torres Quevedo

Porque si la informática ha restado esa pizca de improvisación, también dota al público de más herramientas para ver, entender y analizar los enfrentamientos: en tiempo real, cada movimiento es detectado por los ordenadores, que señalan al momento la eficacia de la táctica mediante una barra que se decanta hacia blancas o negras y la posible continuación del adversario. Una tecnología muy de hoy, del siglo XXI, que tiene su origen a principios del XX en París por obra directa de un ingeniero, matemático e inventor cántabro, Leonardo Torres Quevedo (1852-1936). Suya fue la idea de crear un autómata capaz de jugar en las 64 casillas, «El ajedrecista» –actualmente expuesto en la Biblioteca Nacional dentro de «Ajedrez. Arte del silencio»–, que presentaría en 1914 en Francia pese a haberla terminado dos años antes. Se cumplió así un sueño de tiempo atrás que muchos habían intentado, como el barón Wolfgang von Kempelen, que anuncia «The Turk» en 1769 como la panacea. Lástima que el «automatismo» de la máquina estaba en el enano que controlaba el invento desde el interior del mismo. Desde entonces la computación avanzó hasta el sonado «Deep Blue» que se enfrentó, y derrotó, a Kasparov en el 97 y sus sucesores, los cuales siguen muy por encima de nosotros, los humanos. Será por eso que el objetivo es acercarnos a ellas, las perfectas máquinas que no dan opción al azar, como ya advirtió Stefan Zweig en su «Novela de ajedrez» (1941): «Conocía, huelga decirlo, por experiencia propia, la atracción misteriosa del “juego de reyes”, el único entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga sus laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu, más propiamente dicho, a una forma determinada de la habilidad intelectual». Un destino en el que Carlsen y Caruana buscaron no caer con rondas largas en las que todas las posibilidades estaban comprobadas dentro de sus cabezas: algo «aburrido» para unos seguidores que echan en falta tiempos en los que esto del ajedrez era un juego de humanos, con errores, donde la teoría y el análisis no era cosa de ordenadores, sino del propio cerebro.

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