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Dos gigantes

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Uno que no es mi ahijado pero que merecería serlo, Guille de nombre y de edad algo más de once años, me llama porque está en Palamós con su madre y su hermana, mi esposa y mi hija. La madre es la prima de mi mujer y ha invitado a mis chicas a pasar el fin de semana. Guille, que no es mi sobrino pero casi, y que no es mi ahijado pero me haría muy feliz que lo fuera, me llama porque está muy agradecido a su madre por los campamentos de surf que le ha pagado y me pregunta cómo podría agradecérselo. Me emociona que un chico tan joven piense en dar las gracias. Yo también quiero agradecerle a la prima que haya invitado a mis chicas y llamo a Simpson, en Mas ses Vinyes, muy cerca de Palamós, en Begur, y haciendo más de un equilibrio, y de dos, Félix me consigue una mesa imposible. Él ya tiene mi tarjeta para cobrarme lo que sea necesario y es así como quedamos. Sólo mi júbilo supera a mi gratitud. Llamo a Guille y le digo que todo está reservado y pagado. Hablamos un poco de los platos pero él ya sabe qué pedir. Somos la euforia de los hombres proveedores. Somos genio y sorpresa. Somos el sol sobre las islas más bellas de la Tierra. Pero lo que apenas podía esperar para ser noticiado, lo que era expectante y brillante y eufórico muere en el desdén femenino, que siempre será impermeable a la Gracia y a la maravilla por mucho que ellas se esfuercen. La alta excepción de mi hija merece ser consignada, en general y concretamente en aquella escena, pues se indigna igual que Guille cuando sus madres dicen que están cansadas y que prefieren quedarse en casa y cenar una presunta ensalada que por lo visto habían preparado. Educo a mi hija en la expectativa permanente, en la maravilla y en el milagro; en el abordaje como nuestro modo de devolverle a Dios el privilegio de la vida -y de su misericordia-. Las protestas de mis héroes no son atendidas y he de anular la mesa. Me entristece hacerlo como perder una final de la Champions. Querría estar con ellos pero estoy muy lejos. Querría mandar pero no puedo. Me llama Maria y me dice que me echa de menos. Yo no le digo nada, pero rezo luego un Padrenuestro, diciendo dos veces lo de que perdonamos a los que nos ofenden. El verano es una cena en Simpson. Cae la noche cuando llegas, vibra la vida con sus colores y sus olores y sus mejores sueños cuando te sientas en la mesa; y la conversación se mezcla con la cocina de Maite, y las estrellas descienden un poco para alargar nuestra pobre mortalidad y dejarnos el destello fulgurante de una duda. No hay nada mejor que una mesa en Simpson un viernes de verano a las nueve y media, y ni Guille ni mi hija ni yo podemos decirte nada más si tú resulta que estás cansada y no vas. Yo nunca estoy cansado cuando la vida llama a mi puerta. Tampoco lo está mi hija y sólo tiene siete años. Guille tampoco está nunca cansado. Yo sólo estoy cansado cuando no voy a Simpson, cuando nadie piensa en mí, cuando nadie me invita a cenar a un gran restaurante. Lo que me agota son las ensaladas. No hay nada que me parezca más agotador que comerme una ensalada. Cuando no puedo dormir pienso en los ingredientes de una ensalada y se me cierran los ojos enseguida. Quedarse en casa cenando una ensalada es una derrota de la Humanidad. «Soldado de la batalla perdida de la vida, han matado a mi caballo»: Marguerite Yourcenar lo escribió en Memorias de Adriano, y estoy seguro de que fue un día que tenía mesa en Simpson y se quedó en casa con una ensalada. Guille merecería ser mi ahijado y yo merecería ser su padrino. ¡Celebremos la vida, ensanchemos el alma invitando a nuestras madres a los grandes restaurantes! ¡Agradezcamos los campamentos de surf, la ternura, las noches en vela, los besos de la única mujer que nunca se cansará de dártelos, y que es mi hija y que es tu madre! A mi hija le digo seré siempre su primera y última línea de defensa, y que mi amor por ella no puede compararse a ningún otro amor del mundo; pero que si no fuera mi hija, por simplemente cómo es, también me caería bien. Muy bien, Maria. Al día siguiente, volviendo del paseo de la tarde, las madres quisieron tomar el coche para ir a cenar a un chiringuito -en el nombre, su penitencia, la de ellas- que quedaba algo alejado del apartamento. Y entonces Guille y Maria, como dos gigantes guerreros, se rebelaron contra semejante linchamiento y se negaron a ir a ninguna parte, en protesta por el atropello de la noche anterior, por la luz apagada de haberles dejado sin Simpson. La dignidad de dos niños contra la bandera blanca de rendición de dos mujeres demasiado cansadas. Todavía hay tensión, todavía hay esperanza. Todavía hay niños que se niegan a los cuchitriles y prefieren quedarse en casa. Siempre para vosotros Simpson tendrá abiertos sus brazos, Félix y Maite. Siempre la felicidad por encima del cansancio, siempre el deseo impetuoso para compensar el falso gótico de tantas damas. Rendirnos es morirnos y para nosotros la muerte es sólo una metáfora.
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