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RIESGOS EN LA NAVEGACIÓN MERCANTE A VELA

Al observar una vieja fotografía o una pintura marina a primera vista, los buques cargueros de vela parecen salidos de una novela de aventuras. Altivos, elegantes, con sus velas desplegadas como las alas de un ave gigantesca, surcando los mares con una dignidad que desafía al tiempo. Pero detrás de esa imagen romántica se esconde una realidad mucho más cruda: la vida a bordo era una constante lucha contra los elementos, y los accidentes eran parte de la existencia cotidiana.

Nos imaginamos a uno de sus marineros trepando por los aparejos en plena tormenta. El mástil se balancea como si fuera un péndulo, el viento ruge, las velas se inflan y gualdrapean con una fuerza brutal. Un paso en falso por los flechastes o los marchapiés y el vacío lo espera abajo. Las caídas desde los palos eran tan comunes como silenciosas; muchas veces, el mar se tragaba al desafortunado sin dejar rastro o bien se hacía papilla contra la dura cubierta del barco.

El trabajo en cubierta tampoco ofrecía tregua. Las maniobras requerían fuerza, coordinación y nervios de acero. Las poleas podían romperse, los cabos podían azotar como látigos, y una simple distracción podía significar una mano atrapada o una pierna rota. Y si el buque transportaba carga pesada, como carbón o madera, el riesgo se multiplicaba: bastaba un movimiento brusco para que toneladas de mercancía se desplazaran y aplastaran a quien estuviera en su camino. No digamos los que cargaban grano.

Las peleas entre los tripulantes también eran comunes. Un comentario inadecuado, un objeto robado o llegar tarde al relevo en una guardia, suponían motivos suficientes para enzarzarse en una pelea. A menudo los propios marineros jaleaban a los tripulantes en liza, haciendo que tuvieran que intervenir los oficiales o el mismo capitán para imponer el orden y la disciplina.

Pero no todo el peligro estaba relacionado con los riesgos o problemas de la tripulación. El fuego, por ejemplo, era un enemigo silencioso. Aunque el buque se movía con el viento, las cocinas y lámparas de aceite eran focos de peligro. Un descuido, una chispa, y el barco podía convertirse en una trampa ardiente en medio del océano. Los buques carboneros a menudo sufrían también incendios al arder espontáneamente el carbón. Sin sistemas modernos de extinción, la única esperanza era el agua del mar… o el abandono.

Y luego estaba el desgaste humano. Jornadas interminables, frío, humedad, comida escasa. Los marineros enfermaban, se debilitaban, y eso los hacía más vulnerables. No había médicos a bordo, solo la experiencia de algún compañero y la esperanza de llegar a puerto antes de que fuera demasiado tarde.

Así eran los buques cargueros de vela: majestuosos por fuera, implacables por dentro. Navegar en ellos era un acto de coraje, de entrega, de supervivencia. Cada travesía era una historia, y cada historia, una mezcla de gloria y tragedia. Hoy los recordamos como símbolos de una era dorada de la navegación, pero también como testigos silenciosos de los hombres que, con manos curtidas y miradas firmes, enfrentaron el mar sin más protección que su voluntad.

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