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La cruel muerte de Jayne Mansfield, «el clon» erótico de Marilyn Monroe

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Morena natural, cuando se tiñó de rubio llegó a ser más taquillera que Marilyn Monroe e incluso compartió con ella amantes que ocuparon la Casa Blanca. Voluptuosa de fábrica, su escote provocó la mirada de odio de Sofia Loren en una fiesta en Romanoff´s en los años cincuenta. «Estoy vigilando sus pezones porque temo que caigan sobre mi plato. En mi cara puedes ver el miedo», se excusó la diva italiana, anfitriona de la velada en la que fue eclipsada por la de Pensilvania. Jayne Mansfield no fue James Dean, pero su vida se apagó tan rápido como aceleró el Ferrari del actor más rebelde de Hollywood. Una frase mal atribuida al tímido intérprete, que en realidad dijo Humphrey Bogart en «Llamad a cualquier puerta», habría sido el mejor epitafio para la segunda rubia platino más popular de la meca del cine: «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver». Claro que, para algunos, seducidos por los sórdidos rumores de los mentideros de Hollywood, la actriz dejó un cadáver joven, solo que sin cabeza. A la explosiva actriz le bastó una década para hacerse un hueco en la industria del espectáculo, no así para forjar su nombre junto al de las estrellas de más prestigio. A rebufo de Marilyn Monroe pero sin su sonrisa triste, Mansfield triunfó, siempre en filmes que explotaban su imagen, hipnotizadas las productoras más por las curvas de su figura que por el talento que en realidad atesoraba la sex symbol, la primera actriz estadounidense de fama internacional en aparecer desnuda en una película de Hollywood. «Buen día, mi nombre es Jayne Mansfield y quiero ser una estrella de cine». La seguridad que transmitió la intérprete en un primer contacto con Paramount convenció a la major para darle una oportunidad en un casting, que, sin embargo, perpetuó a la actriz en la cola del paro. Su voluptuosa figura servía para seducir a la cámara en comedias ligeras como «Una mujer de cuidado», «The Fat Spy» o «Una rubia en la cumbre», que le valió el único Globo de Oro de su carrera, pero no ejercía ningún poder sobre el sentido común, que sabía que no era la candidata apropiada para el papel de Juana de Arco. Mansfield, con un coeficiente de 163 y capaz de hablar cinco idiomas, nunca estaba dispuesta a dejar partir ese tren rumbo a la fama. Después de abandonar a su primer marido por el camino pero mantener su apellido, «mucho más cinematográfico», llamó al promotor Jim Byron y le espetó: «Tengo los senos más grandes de Hollywood, quiero que me conviertas en una estrella de cine». Dicho y hecho. Ya como interesado producto del marketing de los estudios, Mansfield decidió jugar su propio juego y sacar partido a su rentable imagen. Entre sus ardides, la popular maniobra publicitaria con la que acaparó todos los flashes en la presentación de «La sirena del Caribe», cuando dejó caer su bikini en la piscina y protagonizó su primer y mediático topless. La actriz pensilvana alternó las noches de copas con los días de violín, las lecturas de Shakespeare con los amantes y las comedias en Hollywood con las portadas de Playboy, convertida en un icono erótico del que Hugh Hefner decía que era «el mejor clon de Marilyn Monroe». Un magnate que, por cierto, fue detenido por la Policía de Chicago en 1963 debido a la publicación de unas fotografías subidas de tono en las que la actriz aparecía en la cama con un hombre. Convencida de que podía exprimir a la industria y salir indemne, bajó la guardia y terminó pagando la factura. De la fama, de los excesos y de una inocencia que pretendió fingir pero que sin duda venía de fábrica. Con dos matrimonios fallidos a sus espaldas, la actriz se dejó seducir por las prácticas de Anton LaVey, autodenominado el Papa Negro e impulsor de la Iglesia de Satán. Sin cuestionar al mediático mesías del infierno, muy de moda a mediados de los sesenta entre las estrellas de cine, asistió a excéntricas prácticas y rituales cuyas fotografías todavía se conservan. La maldición que le costó la vida Una relación que, lejos de reportarle beneficio alguno, terminaría costándole la vida. Los mentideros de Hollywood, al filo de la carnaza como un tiburón de su presa, atribuyeron la fatídica muerte de Jayne Mansfield en un accidente de coche a una maldición que su por entonces marido, el abogado Sam Brody, provocó al encender unas velas negras pese a la advertencia de LaVey. Lo cierto es que, condenada o no por el Papa Negro, la vida de la actriz terminó cuando el coche en el que viajaba a Nueva Orlenas con su marido, el chófer y sus hijos chocó contra un camión. Los adultos iban delante, los niños –incluida su hija Mariska Hargitay, laureada estrella de «Ley y orden»– dormían en la parte de atrás. Quizás por eso, consiguieron salvar la vida después de que el Buick de 1966 se estrellara contra el remolque de un camión. Los dos hombres y Mansfield salieron expulsados del coche. Los niños, ilesos, quedaron sepultados bajo el equipaje, que salió disparado del maletero y aterrizó sobre ellos. A la rumorología de la industria del espectáculo le bastó el macabro suceso y los vínculos satánicos de Mansfield con LaVey para vincular el suceso con algo paranormal. «Hollywood Babilonia», donde el escritor Kenneth Anger se recrea en los episodios más sórdidos de la meca del cine, cayó en la trampa. En sus páginas se puede leer que la actriz fue decapitada en el accidente, mientras, supuestamente, a kilómetros de allí, LaVey recortaba una foto de sí mismo en una revista y le seccionaba involuntariamente la cabeza a Mansfield, que aparecía en el reverso del recorte. En realidad, tal y como asegura Chris Dicker en la «Biografía de Jayne Mansfield: la trágica vida de la rubia de Hollywood», el vehículo parecía un amasijo de hierro tras precipitarse contra el camión. La gente confundió la peluca de la actriz manchada de sangre con su cabeza, pero el certificado de defunción de Jayne Mansfield resolvió todo tipo de dudas: la causa de su muerte fue el «cráneo aplastado». La actriz vivió del ruido que provocaba, pero su muerte, a pesar de lo escabroso del suceso, pasó desapercibida excepto para los medios de comunicación más escabrosos, entregados a la maldición de LaVey. Ya de capa caída y con la carrera estancada, ninguna estrella de Hollywood acudió al funeral de Jane Mansfield, cuya imagen exuberante quedó para siempre atrapada en una enorme lápida de mármol con forma de corazón. Tampoco sus hijos despidieron a la intérprete en el funeral, al que sí asistió su devastado exmarido, el Míster Universo Mickey Hargitay, que se lanzó sobre el ataúd, entre besos y lágrimas. El accidente de Jayne Mansfield puso punto y final al declive artístico de la actriz, que con la disminución de la demanda de intérpretes de su estilo se vio relegada a películas de serie B como «L'Amore Primitivo» o «Heimweh nach St. Pauli», casi siempre filmadas en Europa. Su muerte trascendió a otro nivel, cuando el organismo regulador de la seguridad vial obligó a instalar una barra parachoques en la parte inferior de los remolques de tractor. Aunque ya pocos recuerden su faceta como actriz, incluso sus escarceos con la Iglesia de Satán, en Estados Unidos este tipo de protección se sigue conociendo como «la barra Mansfield».
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