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Hermenegildo Velasco «El Mene»: Mucho antes que el Fitness

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Venía de una familia de placeros del mercado de la Feria, de los que hacían del oficio de cortar carne un remedo sinfónico de cirugía fina, actividad extraordinaria en aquellos tiempos donde había más posibilidades de acceder a la carne de membrillo que a la de ternera, con hambre para abarrotar vagones de trenes con asma. Al Mene nunca le atrajo el oficio ni la plaza. Ni el solomillo ni la carnicería. Era un tipo singular. Bajito como Mickey Rooney. Con los ojillos claros y diminutos como los del entrenador de Rocky. Y mucho más devoto de Jhonny Weissmuller y de Kirk Douglas que de Frascuelo y de María. Le encantaba el deporte, el ring, la natación, las pesas. Adelantándose a los tiempos del Fitness en un montón de años. Cuando en Sevilla solo había pasión por el fútbol, por los toros y por comer tres veces al día, El Mene ya se había declarado abiertamente objetor de kubalas y diestéfanos, de monteras al cielo y de dietas gastronómicas ricas en morcones y cantimpalos. En un ring de los de las noches de verano se sentía tan poderoso como Primo Carnera. Y en la pileta del Trastamara nadaba y era tan feliz como un delfín escoltando a un barco. Lo traté cuando El Mene tenía setenta y cuatro años, después del 92, en el gimnasio trianero de Domingo Pérez. Y seguía en activo. A Hermenegildo Velasco le precedía siempre un hálito fresco de aceite de coco y espliego con el que se embadurnaba pectorales, bíceps y dorsales hasta ponerlos brillantes y tersos como la piel de un adolescente. A Dorian Grey le hubiera encantado conocerlo porque el Mene nunca vendió su alma para gozar de una eterna juventud. Jamás pude entender si el pequeño retablo bronceado de su cuerpo lo era por genética o por un peterpanismo nada severo que le permitía, a su edad, con setenta y cinco años, tener un humor de chavalito y un físico que volvía locas a las máquinas sanitarias que lo chequeaban anualmente. Fue contemporáneo de Buster Keaton. Pero en los noventa se metía dos horas largas de gimnasio, en sesiones agónicas de cinta, bicicleta y mancuernas, de las que se reponía en el vestuario con pócimas druidas elaboradas por él mismo. En aquellos botes cabía la esperanza milagrosa de una senectud juvenil y los cócteles de miel, zumo de naranja, zanahorias y polen de abeja que le sentaban mejor que a Popeye las espinacas. Nunca ganó nada. Mejor dicho: lo ganó todo. Ganó el respeto y la amistad de los que lo trataban a diario. Y se llevó para él solo la saludable experiencia de vivir los años de los achaques y miedos, de las tristezas y soledades, como si tuviera veinte años, un vespino nuevo y una novia potente en la calle Feria. Daba gusto verlo. Tan tallado en fibras y sin taca taca. Por el contrario, cuando menos lo esperabas, te sorprendía en un ejercicio acrobático de movilidad. A su edad se contaban por miles los que habían renunciado a vivir y se consumían en un butacón desconchado. El Mene iba al gimnasio y compadreaba con la vida. Muchos de los que lo trataron en la palestra trianera de Domingo Pérez no lo olvidarán, emulando a Pinito del Oro, afanado en saltar de máquina en máquina, como un tarzán con lianas de acero. Gastaba goma para el pelo, cano, duro y siempre peinado hacia la trasera. Y unos minúsculos bañadores, los speedos de los noventa, que potenciaban todos sus volúmenes. Hubiera servido como imagen publicitaria para cualquiera de las ensaladas vitamínicas que ingerían por mandato deportivo los adoradores del cuerpo. Cuando lucía tan de final de gran premio de culturismo, se le invitaba, entre la admiración y la picardía, a que hiciera poses de competición. Y el Mene las bordaba. Como bordaba hacer el semáforo. Que no era otra cosa que mover rítmicamente sus pectorales, apagando uno y encendiendo el otro, con el compás de aquella chispa de la vida que lo iluminaba. Un mal día saltó a la prensa. Y los productores de televisión vieron en él un personaje exótico de aquella jungla humana que demandaba la audiencia para subir sus índices de triglicéridos de la carne como espectáculo. Emilio Aragón se lo llevó a su concurso «El juego de la Oca» y El Mene, en su salto a la fama nacional, trascendiendo de Triana a los estudios de Antena 3, ganó en popularidad y perdió en identidad. Había veces que en la tele no estaba el Mene y quien salía no era el que conocíamos. A Búfalo Bill le hicieron lo mismo en un circo de EE.UU. La fama es una amante que exige todo y te olvida pronto. Los niños lo señalaban con el dedo cuando cruzaba el puente de Triana camino de León XIII. Otros le pedían autógrafos. Y El Mene, a sus setenta y cinco floridas y primaverales existencias, descubrió el vino de la cosecha de la ojana. Dicen que eso lo llevó a San Fernando. Yo siempre lo recordaré como un ángel ingenuo de muchos años antes del Fitness…
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