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Anna Magnani, la loba capitolina de la nueva Italia

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Poco antes o poco después de ganar el Oscar, Marlon Brando le escribió un telegrama a Anna Magnani: «Querida Anna, he visto dos veces ‘’La rosa tatuada’’. Usted es la mejor actriz del cosmos. Con amor, Marlon». Hollywood era el cosmos y la italiana lo había ocupado enteramente con su nariz aquilina, sus ojos salvajes y esas bolsas de noches en vela, de mujer vivida. En 1955, recibió la estatuilla a mejor actriz por «La rosa tatuada», que Tenesse Williams le había escrito ex profeso tras caer enamorado de su personaje en «Il miracolo». Lo recibió en bata desde su casa de Roma, con una llamada telefónica a las 5:30 de la mañana. En Los Ángeles reinaba una intérprete auténtica, una mujer que era una loba capitolina, que había amamantado a la nueva Italia del neorrealismo y que sin necesidad de cultivar una belleza estudiada había seducido a los más grandes de la industria de un lado y otro del Atlántico. Una mujer que reclamaba y concitaba cariño, lo que siempre le había faltado: «Me conmueven estos homenajes porque para mí son una forma de amor», dijo.

La orfandad marcó la vida de La Magnani, como se la conoce en Italia, sustituyendo el nombre por el artículo, en signo de admiración y familiaridad, como si no hubiese nadie más digno de ser apellidado así. Lo narra cronológicamente, a través de entrevistas y audios, recortes y material de archivo, el documental de Enrico Cerasuolo «Le passioni de Anna Magnani», recién estrenado en la sección Classics del Festival de Cannes. La pequeña Nannarella nunca llevó el apellido paterno, lo cual, en la Italia de principios del siglo XX, era un desdoro. No conoció a su padre y su madre, que la había tenido a los 18 años, la dejó bien pronto en manos de su abuela y se casó en Egipto. «No llevo el apellido de mi padre, y no me avergüenzo», llegó a manifestar esta mujer brava que creció a su hijo Luca asimismo en soltería y le dio su apellido. «Es una mujer que se hizo a sí misma, que no se apoyó en nadie», opina Luca Magnani en el documental. De hecho, considera, «se anticipó al feminismo tanto en lo físico como en su modo de comportarse».

Pero toda fortaleza aparente nace de la necesidad de rellenar un vacío. Magnani, tan arrogante en ocasiones, suplía con caracter sus carencias afectivas. «Era difícil sentirse cómodo al acercarse por primera vez a Anna. El temor de una niña selvática y atemorizada lo compensaba con arrogancia y prepotencia». Claro que aquella era La Magnani, la mujer consagrada. Nannarella, mientras tanto, crecía en los suburbios de Roma, tomando apuntes del natural. «Siempre quise aprender y copiar a la gente que veía en las calles, sobre todo las mujeres de la II Guerra Mundial, su dramatismo». La contienda la pilló ya en el teatro, donde esta chica de piernas torcidas y delgaducha empezó a poner en marcha esa estrategia de sacar afuera todas las mujeres que era, que podía ser: «Tenemos miles de mujeres dentro y si no las puedo sacar fuera, las saco como actriz».

Libertad guiando al pueblo

Al final de la guerra rodó junto a Roberto Rossellini lo más parecido a un manifiesto neorrealista: «Roma, città aperta». Su personaje, Pina, es el mayor ejemplo de la mujer italiana corajuda, una suerte de libertad guiando al pueblo que cae en una escena de dramatismo y belleza casi insuperables a manos de los soldados alemanes. La masculinidad de La Magnani la hizo pronto emblema de un país que intentaba quitarse el polvo fascista. Representaba un canon alejado de las estrellas angelicales de la etapa precedente. Aún estaba casada con Goffredo Alessandrini, pero, como reconoció años después, «tenía más cuernos que una cesta de caracoles». A su vez había comenzado una fructífera colaboración, trufada de relación sentimental extraña (él también estaba casado) con Rossellini. «Hablábamos el mismo lenguaje», diría ella.

Sin embargo, la ruptura fue, precisamente por esa sintonía, más dramática. Una tercera persona entró a saco en ese binomio. ¡Y qué tercera persona! Es bastante conocido el idilio entre Ingrid Bergman y Roberto Rossellini. Pero no se conoce tanto el triángulo conformado con La Magnani como ángulo más lejano del centro. O incluso el pentágono, ya que tanto Bergman como Rossellini estaban casados cuando iniciaron su relación. La sueca cayó enamorada del cine del italiano tras ver en Hollywood «Roma, città aperta». Se puso a su disposición en una famosa carta. Junto con los rodajes, se fraguó el amor. «Stromboli» estaba pensada para Magnani, pero Rossellini le dio el papel a Bergman. Presa de los celos, la italiana trajo a William Dieterle de EE UU para rodar, en la isla de al lado, «Vulcano», una historia calcada. La prensa entró de lleno en el caso, que fue uno de los precedentes del moderno seguimiento a las estrellas. Lo bautizaron como «la guerra de los volcanes», informando día a día del ánimo de una y otra actriz. Se puede decir que Magnani perdió esta batalla. Eso sí, ella quiso puntualizar las cosas: «Los periódicos decían que estaba loca por Rossellini, pero era él quien no me dejaba en paz». Desde luego, el genial director nunca fue un marido (ni amante) recomendable: a pesar de su excelso humanismo en el cine, de puertas adentro mostraba una agresividad que excedía los límites del folclorismo latino.

Anna prosiguió no obstante la senda del éxito. La «Bellissima» de Viconti la puso en el objetivo de Hollywood. Williams se encaprichó de ella: «Su espíritu es el espíritu de Italia». Con «La rosa tatuada», junto a Burt Lancaster, alcanzó el Oscar. Y aún realizó otras dos cintas en EE UU: con Anthony Quinn y con Brando, de quien decía: «Somos muy parecidos, así que no puedo juzgarlo». Para Luca Magnani, aquellas cintas «tenían una imagen exagerada de la mujer italiana que grita y es super pasional, siempre con una sed de dominio por parte del hombre. Algo no funcionaba en ellas». Magnani regresaría a Italia y, antes de volcarse en el teatro, rodó con Pasolini la icónica «Mama Roma» y rechazó un papel que inmortalizó a Sophia Loren y le valió el Oscar: «Dos mujeres». La idea de Carlo Ponti, productor y futuro marido de Loren, era que ésta hiciese el papel de hija de Magnani. «Yo no la veía como hija», señaló. Y de hecho Loren acabó siendo la madre en el filme de De Sica. La televisión, donde alcanzó un éxito colosal con Mastroianni con «1870» le hizo recabar en sus últimos años cuotas de amor inagotables. «No puedo trabajar si la gente no me quiere. Soy difícil, ¿no?», confesaba la vieja niña huérfana que no quería estar ahí cuando la muerte llegase a visitarla en su viejo palacete romano: «Se debería morir con la misma inconsciencia y dulzura con la que se nace». Un año antes de aquel fallecimiento que derivó en una procesión de fans por las calles de Roma junto al cadáver de Nannarella, Fellini documentó la vida retirada de la diva en un pasaje tremendamente emotivo de «Roma». La cámara sigue su sombra, de noche, hasta dar con ella en el portal: «Esta señora que entra en casa siguiendo el muro del antiguo palacio patricio es Anna Magnani, una actriz romana que podría ser el símbolo de la ciudad, una Roma vista como loba y como vestal, aristocrática y bufonesca», narra el director en «off». Pero de ella solo logra Fellini una sonrisa descreída («¿pero qué estás diciendo?») y un «ciao, buona notte» que sería ya definitivo. La loba volvió a la madriguera.

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