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'Al final siempre ganan los monstruos': el trágico ocaso de una pandilla sin esperanza

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Fifa, rayas y cerveza fría. «Era todo perfecto, ¿qué más podría pedirle a la vida en ese momento?», se pregunta el desdichado y desdichador Juanillo justo antes de que le muelan a palos para robar la droga que protege en casa de su amigo Jony, licenciado en Filosofía y dedicado al narcotráfico y que cree que «trabajar mucho no sirve para nada. El esfuerzo y el trabajo duro es una necedad para convencernos a los tontos de que nos dejemos el lomo y pongamos nuestra vida al servicio de que unos hijos de puta vivan bien». Estos son dos baluartes de la pandilla de «liantes que te cagas» y «viciosos número 1» que protagonizan 'Al final siempre ganan los monstruos' (ed. Blackie Books), la primera novela del dibujante Juarma, que en 2017 creó un club de lectura en Facebook donde volcaba aplaudidos textos independientes y que, tras una ardua labor de entrelazado, consiguió hacer uno: «Después de muchas revisiones fue encajando todo bien, parecía que estaba muy preparado cuando realmente fue improvisar mucho y confiar en la intuición en unas historias que al principio no tenían nada que ver», dice el autor que, a pesar de ser conocido por sus tebeos y fanzines, lleva escribiendo toda la vida: «Siempre me ha gustado, con 13 ó 14 años quería ser escritor en vez de futbolista». Entre 'Trailer Park Boys' o un 'Trainspotting' granaíno, aunque no sé si esto lo suscribiría el propio Juarma, el escritor ha situado en el pueblo de Villa de la Fuente, que hace de Comala feroz, su escenario principal para contar la tragedia de un grupo de colegas de treinta y muchos a los que la eterna vida 'hardcore' les está causando estragos. Sobre todo por la cocaína, clave de bóveda frágil en su relación con el mundo y que se desmorona sobre unos pilares muy agrietados por las consecuencias de su abuso: violencia, relaciones fracasadas, enfermedades mentales, cárcel y muerte. «La tristeza lo envuelve todo y ni siquiera puedo quitármela de encima escuchando bachatas», dice el personaje de Dani. «Si te digo la verdad no pretendía que fuese sobre la cocaína, surgió como contexto, pero cuando lo lees parece que he escrito un tratado. Es una droga un poco invisible, no muestra un deterioro físico como otras sustancias, es más mental. Y se nota en lo que provoca a su alrededor, porque la persona se cree que está súper estupendamente y que todo está bien. Sin ser sociólogo, también me da la impresión que está por todas partes y se calla un poco», opina Juarma, que quería contar «una historia sobre no tener esperanza, no tener futuro, no tener nada a lo que agarrarte y rellenar el vacío cuando llega un punto en donde te preguntas: ¿qué hago con mi vida? ¿qué pinto aquí? Esto no es lo que yo quería tener». Natural de Deifontes, un pequeño pueblo en los Montes Orientales de Granada, el novelista explica que tomó de allí las calles y lugares, sus descampados, y el resto, la carne y el hueso, son inasociables a nadie: «Hasta los 20 años viví siempre allí. Luego me fui a Granada, porque estaba estudiando, y me quedé trabajando. He vuelto un par de veces por circunstancias de la vida. Cuando empecé a poner los textos en Facebook, estaba viviendo en Deifontes. No estaba en un momento muy bueno y, quizá por eso, es un libro un poco desasosegante», cuenta este escritor, que ha trabajado de jornalero, obrero y camarero, entre muchas otras cosas, y tiene 45 títulos publicados que en su web enmarca en una foto con el título de 'Domesticando la rabia'. «El libro es muy importante, un sueño de crío, y el viaje desde los textos volcados en internet a la publicación ha sido maravilloso. Pero echo la vista atrás, desde que empecé con mis dibujillos y a hacer como que escribía canciones punkis, y es muy complicado, no puedo explicar cómo he resistido», cuenta. A lo largo de 'Al final siempre ganan los monstruos', nos topamos con varias noticias ficticias del periódico ‘Ideal’, haciendo de la novela una especie de reconstrucción al detalle de todo lo que hay detrás de un suceso que sale en prensa, o sea del contexto biográfico de sus protagonistas. «He estado viviendo en varias provincias en los últimos años y la prensa local saca siempre lo mismo pero con personajes diferentes. Cuando ves la foto de un bodegón policial era un poco el qué hay detrás de todas esas fotos, desarrollar el entresijo. La prensa local da las noticias de manera fría, no lo hacen como algo personal. Y creo que lo hacen bien porque muchas veces la causa la sabe a los que les haya pasado. Las habladurías poco tienen que ver con la realidad». ¿Es la novela, desde su propio título, un resumen de su visión? «Yo intento ver las cosas con esperanza, con ganas de pelear, de apoyarme en la gente, en los amigos y en la familia, con ganas de construir de otra forma y hacer la vida más agradable. Creo en las personas que tienes cerca, en el apoyo mutuo. Pero muchas veces ver una salida al túnel en el que estamos metidos y no te das ni cuenta... Llevo toda la vida viviendo al día, sin hacer planes con más de un mes de antelación: ¿qué te puedo decir yo?». Scooters Yamaha Jog (en la propia portada de Beatriz Lobo), pelo teñido, aretes en las orejas, tatus en el pecho y en las manos, discotecas de evocadores nombres… en la novela encontramos un colorido reconocible de la juventud de la España profunda, además de un ritmo trepidante, humor bruto y ternura. Y con estos elementos, como en un western crespuscular y quinqui, se narra el ocaso del grupo salvaje: «La nostalgia les llena un poco su presente y futuro sin esperanza. Pero luego del pasado recuerdan lo que quieren, y no quieren acordarse de otras cosas porque fueron pesadillas», dice Juarma. ¿Y cómo hubiera vivido esta alegre pandilla el confinamiento? «Me imagino que viendo películas y fumando porros, saliendo por las noches a hacer fechorías. Como lo llevamos un poco todos, adaptarse a lo que toque y lo más que se pueda».
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