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Germán Salto: "No me veo dejando el trabajo de piloto"

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Este madrileño del 84 lanza a finales de septiembre un nuevo sencillo del que será su cuarto disco, «Ojo de bife», que verá la luz, íntegro, el 17 de octubre. Pese a su breve discografía, desde que debutó en 2015 con «Salto» la crítica especializada no ha escatimado elogios hacia su trabajo. ¿Cree que más allá de sus dones está siendo en exceso mimado por su condición de indie puro? «Creo que sí, que es un poco lo que dices –afirma–, que esos elogios que recibo están ligados al malditismo. Pero pienso que hay también algo estilístico: al que le gustan Big Star o Neil Young les puedo recordar un poco a ellos y dicen: “Este tío escucha la misma música que yo”, y ven en mí esa conexión».

Empezó cantando en inglés –todas las canciones de sus dos primeros álbumes están grabadas en ese idioma–, pero desde que con el anterior disco decidió componer en español ha comprobado cómo la complicidad con el público ha crecido drásticamente: «Con un solo disco en español veo que en los conciertos cantan mis canciones mil veces más que antes –revela–. Y, por fin, la prensa habla de mis letras. En inglés igual también eran buenas, pero nadie se preocupó de saberlo. Y los singles del nuevo disco los hemos tocado en directo y he notado que son los que más pegan. Lo cierto es que por primera vez estoy también muy orgulloso de las letras».

"Con un solo disco en español veo que en los conciertos cantan mis canciones mil veces más que antes"

Germán Salto

El músico explica el porqué del título de su nuevo disco, «Ojo de bife», y la «carne» de la que está hecho: «Sonoramente son palabras que me encantan. “Ojo” me parece impresionante, y “bife” también. Y en cuanto al contenido, el disco anterior fue orquestal, pop barroco hecho con una orquesta muy grande y una banda muy pequeñita, como un plato de cocina francesa muy elaborado, y este nuevo es como la vuelta al rock y al power pop. Es volver a hacer una canción con una guitarra acústica y una eléctrica».

Sus principales influencias son Dylan y los Beatles, dos cimas que han sentado las bases de casi todo lo que ha venido después, pero ¿acaso no hay músicos más recientes que lo estimulen? «Dylan y Beatles dan para tanto que hace falta poco más –sentencia–. Influencias más recientes, que me gusten tanto como ellos y que metería en un top, no creo que haya ninguna, pero es que desde hace un tiempo no necesito que alguien me cambie la vida para ser muy fan de lo que hace. De hecho, a una isla desierta me llevaría discos menores. Mi disco favorito de este año –prosigue– es de Brad Mehldau, un pianista de jazz que ha hecho un disco de homenaje a Elliott Smith [“Ride into the sun”]».

Investigar forma parte del trabajo de todo compositor, ¿le dedica Salto muchas horas a esa actividad? «Sí, sin duda. Tengo una gran colección de discos y compro constantemente. Es más, todos los meses me obligo a escuchar a músicos nuevos. No como una disciplina, sino que es algo que me sale solo. Y escucho más música anglosajona porque hay más, pero nunca me oirás hablar mal de la música española porque hay cosas geniales. Y aunque tampoco tengo la obligación de tener que escuchar música española por ser español, como artista sí me interesa para saber a qué sitio pertenezco».

El colchón de un trabajo fijo

Aunque empezara a tener un mayor éxito comercial, Salto no contempla abandonar el que hasta ahora es su medio de vida: «No me veo dejando el trabajo de piloto. Creo que es un poco fantasioso lo de llegar a vivir bien de la música. Tengo muchos amigos que están ahora mismo muy bien con la música y todavía me hablan un poco de la envidia, entre comillas, de tener, como yo, el colchón de un trabajo fijo. Eso me da más libertad, también en lo creativo. Cuando empecé siempre me torturaba con la idea de que si hubiera sido valiente y lo hubiera dejado todo y me hubiera centrado en la música, ahora sería muchísimo mejor. Hasta que me di cuenta de que todo lo contrario. Yo, por ejemplo, puedo permitirme el lujo de hacer un disco de pop barroco orquestal. La decisión, en mi caso, es puramente artística. Por supuesto que quiero llegar a cuanta más gente mejor, pero nunca voy a hacer nada, ninguna concesión, que me incomode. Tengo amigos –continúa– que tocan en grupos que les horrorizan, aunque no lo pueden decir públicamente, y para ellos es como ir a la oficina. Y yo lo entiendo y, seguramente, también lo hubiera hecho, porque no soy de esos de “yo prefiero vivir debajo de un puente pero hacer mi música”. Yo hubiera tocado con gente que no me gusta y aparte hubiera hecho lo mío, pero seguro que se habría visto afectado de alguna forma».

"Tuve cierta relación con una política de un partido al que no he votado ni votaré nunca y me convencía de cosas que a mí, desde fuera, me parecían una estupidez"

Germán Salto

Cerramos la entrevista hablando de política. ¿Hasta qué punto le cabrea la crispación actual? «Con los años mi cabreo ha pasado a menos, antes era mucho más radical –confiesa–. Nunca he entendido a quienes dicen: “Nunca me llevaría bien con alguien que vote a este partido”. Hay gente que vota a partidos opuestos a los míos y que me da un millón de vueltas en conocimientos. Me gusta estar informado y me llevo mis decepciones, claro, las cuales comento con los míos en la intimidad. Lo que sucede es que también formo parte de una vida de privilegio en la que algunas cosas me pueden molestar, pero no me impiden llegar a fin de mes. Entonces, no sé si es que estoy un poco desconectado por el hecho de poderme permitir centrarme en otras cosas».

Y añade, enigmático: «Tuve cierta relación con una política y me sorprendió muy gratamente, porque es de un partido al que no he votado ni votaré nunca. Tenía muchas ganas de hacerlo bien y me convencía de cosas que a mí, desde fuera, leyendo los periódicos, me parecían una estupidez. Vi una honestidad en ella que me sorprendió, y eso me hizo cambiar un poco el chip. No sé hasta qué punto ella es la norma o era un bicho raro, pero me gustó verla con una implicación que no era la de ganar la batalla, sino la de hacer bien las cosas a pesar de que esa decisión le pudiera perjudicar a su imagen», concluye.

Riffs a 30.000 pies

Por Javier Menéndez Flores

La meta era ser guitarrista de rock, y de los buenos. Como aquellos gigantes tarados –Keith Richards, Neil Young, Pete Townshend, Mike Campbell– que le doblaron el brazo al sistema mientras acuñaban un estilo y hacían escuela. Pero ¿por qué limitarte a ser un hombre si puedes ser dos? Y así es como el piloto comercial y el músico nacido al calor de una atmósfera que sigue envuelta en el humo bendito de tantos discos y películas, de una mitología sin la cual no es posible soñar, conviven y se intercambian la seguridad y la locura de quien decide arrojarse cada día al vacío provisto de paracaídas.

En Logos los locos se imaginaban a sí mismos cantando bajo la lluvia sin dejar de mirar muy fijo a la luna, y Germán, a veces, tras una noche sin dormir porque había estado de farra con Tom Waits, Bowie y Marc Bolan, se desplomaba sobre los apuntes y sentía la caricia de unos aplausos que eran como un susurro importado del futuro. Uno hereda los tics y las manías y la forma de andar o de colocar las manos de su padre, pero también puede cogerle el testigo a su profesión, pongamos que hablo del señor Salto.

En Molino de la Hoz, paraíso terrenal enclavado en Las Rozas, la infancia y la adolescencia fueron una brisa amiga y los discos se iban amontonando en la despensa y nutrían cada gota de sangre del veneno del rock and roll. De ahí viene este hombre y de ese lugar no saldrá jamás, porque las primeras lecturas y los zarpazos emocionales previos a la mayoría de edad marcan definitivamente una vida. Y así, entre salto y salto –Nueva York, Tokio, Londres, México, Buenos Aires, Pekín–, Salto ha ido brincando de una canción a otra y ha dibujado un mapa en el que las obsesiones se abrazan a los deseos, o al revés.

Hay un vals de inicio y un vals final, y entre uno y otro caben un tiempo absoluto, lo imposible, una vida sin sed, unas llamas que lo arrasan todo y una ciudad aplastada por el aliento hosco del invierno. Y si «Girl», «Between the lines», «Home again y «No» han sido los momentos estelares del primer tramo del camino, «La carne y el hueso», «Goliat» y «Si te marchas» llenarán a partir de ahora las bocas de quienes paguen por verte. Le escuchaste decir a un buen amigo que la vida había dejado de vibrar; que la cerveza y el vino le sabían a agua tibia y que la piel ya nunca quemaba, y llorasteis juntos cuando le serviste en bandeja de oro su propio desconsuelo.

Caminas por la calle con la guardia bajada y brota de un balcón el «Losing my religion» de R.E.M., y antes de que te des cuenta estás en algún lugar del pasado y notas en el pecho cien caballos desbocados. Estás en un café del barrio y suena el «Sweet home Alabama» de los Lynyrd Skynyrd y sonríes porque entiendes que hacerse músico era algo superior a ti, como una llamada espiritual o una de esas epifanías que emborrachan de luz y de certezas. Y la última vez que «Chica de Ayer» te asaltó a traición, en aquel bar al que entraste por casualidad, viste a esa muchacha que utilizaba el sol por sombrero y te estremeciste al intuir en su mirada un paisaje de nieve, huracán y abismos, los contornos nítidos del infierno.

Puede que nos veamos en Segovia, Germán, o en Valencia, Zaragoza o Logroño, pero donde sea me encontraré, seguro, con la mitad de un hombre que ha decidido vivir dos vidas cuyos vértices jamás se tocan. Alaska, tan blanca y helada, duró apenas un segundo y me juras que no ha dejado huella. Pero hay fríos que uno no es capaz de controlar y quizá de allí venga una propensión a detenerse en los escaparates y ver en ellos lo que no muestran, y a adivinar en los espejos, en todos los espejos, el rostro exacto que ven los otros cuando te tienen enfrente.

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