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A salto de mata

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Entre los cinéfilos fervorosos existe una fascinación por los grandes filmes que nunca veremos. Se trata de buenos ejemplos de “la nostalgia de lo que nunca jamás sucedió” a la que le canta Joaquín Sabina. De películas célebres, precisamente, porque sus directores no lograron llevar a buen puerto su deseo de filmarlas, como El corazón de las tinieblas, de Orson Welles; Las mujeres libres de Magliano, de Federico Fellini, o la Nieve, de Akira Kurosawa.

En Costa Rica contamos con una película que podría sumarse a este listado nostálgico. Seguramente no habría sido un largometraje citado en los grandes libros de la historia del cine, pero sí un hermoso relato, con fisga y con gracia, sobre ese campesino que todos los ticos llevamos dentro. La película se titula, o se habría titulado, Pueblo lavado. Su director habría sido el cineasta Miguel Zúñiga Díaz, mejor conocido como Miguel Salguero.

En abril de 2004, durante tres semanas, me adentré por los caminos aledaños a Santiago de Puriscal junto con Miguel Salguero, en busca de las locaciones que se utilizarían en el rodaje de Pueblo lavado. Cuando escribo “caminos”, quiero decir precisamente eso: buscábamos caminos, trillos, atajos y trochas, que elegíamos intentando seguir al pie de la letra una de las máximas personales de Salguero: “el peor camino es siempre la mejor opción”.

Un curioso andariego

Afirmar que Miguel Salguero fue un cineasta costarricense es quedarnos muy cortos. Salguero fue soldado adolescente en la guerra del 48, agente vendedor, cartero, oficial de resguardo, productor televisivo, escritor, fotógrafo, cronista, periodista, diputado, candidato presidencial y sí: fue el guionista y director de cine al que le debemos películas como La apuesta (1968), Los secretos de Isolina (1986) y El trofeo (2004).

Fue además un andariego empresario cinematográfico, que vivió en ochenta lugares diferentes del país y tuvo pequeños cines en Alajuela, Río Segundo, San Miguel, Carrizal y La Cruz, en aquellos días en que el cine era la gran diversión de los pueblos, por la que valía la pena darse de trompadas.

Un perfil biográfico suyo estaría incompleto si no se comenta que contrajo matrimonio siete veces, no por exceso de galantería sino por timidez. Alguna vez me contó que “cuando conocía a una muchacha guapa, nunca sabía qué decirle, así que le proponía que se casaran”. Un buen amigo en común, que conocía de cerca sus líos de faldas, lo llamaba Miguel Faldero.

Yo lo conocí en abril de 2004, cuando recibí el encargo de editar El trofeo, aunque lo admiraba desde mucho antes gracias a su cine costumbrista y artesanal. Tras un par de jornadas de trabajo, mi capacidad para concentrarme en el montaje de esa película se desvaneció, conforme aparecieron las tertulias con café y galletas dulces de panadería, las historias hilarantes sobre dos campesinos de Pérez Zeledón extraviados en Nueva York y las conversaciones sobre el guion de Pueblo lavado. Es decir, se desvaneció conforme afloraban la curiosidad dispersa y la vitalidad contagiosa que caracterizaban a Miguel Salguero.

Pueblo lavado

Las historias de Salguero sobre los campesinos que se extravían en la Gran Manzana aparecen en un libro suyo, que se titula Dos ticos en Nueva York (1993). Según contaba, en el avión donde viajan los campesinos, amplificada por los altoparlantes, la voz de la azafata comenta: “Estimados pasajeros, estamos a punto de aterrizar en el aeropuerto de Newark. La temperatura ambiente es de cero grados centígrados”. Un campesino se vuelve hacia el otro y le dice: “¡Mirá qué maravilla! ¡Cero grados centígrados! Ni frío ni calor”.

Pueblo lavado también cuenta la odisea de dos campesinos entrañables, a quienes les cae del cielo una maleta llena de dinero. La avioneta que sobrevuela sobre sus cabezas sugiere que el dinero pertenece al narcotráfico, pero esto escapa a sus razonamientos y preocupaciones. Tienen entre sus “pienses” otras preguntas. ¿Deben esconder la maleta y contarles a sus esposas o esconderse durante una temporada? ¿Y si huyen con el dinero? ¿Cómo gastarlo si se quedan en el pueblo? Este es el punto de partida de una comedia de enredos que incluye a esposas e hijas, al cura, el boticario, el loco y el gerente bancario del pueblo.

Al quinto día de montaje de El trofeo, después de darle un par de vueltas a la maraña narrativa de los campesinos que cargan una maleta llena de dinero, Miguel Salguero propuso salir en busca de las locaciones y los actores de Pueblo lavado. Así lo hicimos. En ese proceso, nos encontramos con decenas de casas de puertas abiertas, con chiquillos sentados en el piso y vecinos que aparecían de repente, entusiasmados por la posibilidad de responder a las preguntas y escuchar las historias de aquel señor que les resultaba tan cercano y tan querido.

Veintiún abriles después de ese viaje entrañable, leo en Internet una noticia publicada en el periódico Al Día, en la que se informa que “El trofeo, la película más reciente de Miguel Salguero, se exhibirá dentro de un mes”. Compruebo la fecha de la publicación y recuerdo que, en ese momento, Salguero y yo viajábamos de un trillo a otro, de un aguadulce a un picadilllo de papa, mientras el montaje de El trofeo dormía en San José el sueño de los justos.

Finalmente, El trofeo se estrenó, tras un par de correcciones de último minuto. Se estrenó a salto de mata, como vivió su vida Miguel Salguero, como viven a diario los protagonistas de sus historias y como vivimos la preproducción de Pueblo lavado. Ese proyecto cinematográfico inexistente nos queda hoy como pequeña nostalgia cinéfila y como prueba de la habilidad excepcional de Salguero para mostrarnos como personajes tramposos y hermosos a la vez. Nos queda como la prueba de que es posible querernos y querer un pequeño lugar llamado Tiquicia.

jurgenurena@yahoo.com

Jurgen Ureña es cineasta.

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