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La Luna: bienvenidos al octavo continente

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Cuando los astronautas del Apolo 11 partieron hacia la Luna, hace ahora 50 años, ni siquiera estaban del todo seguros de encontrar allí una superficie completamente sólida. ¿Recuerdan las vacilaciones de Neil Armstrong  en la escalerilla del Eagle, justo antes de su «pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la Humanidad»? Pues no eran casuales. Seguía instrucciones precisas. Debía tantear el terreno y comprobar, antes de pisarlo, si el liviano polvo lunar se asentaba sobre roca sólida o si por el contrario se tragaría a los astronautas igual que unas traicioneras arenas movedizas. Hoy, las cosas han cambiado. Y mucho. Nuevos artículos científicos se publican prácticamente cada semana para profundizar en algún aspecto concreto de la geología, la composición o el origen de nuestro satélite natural. Hoy sabemos, por ejemplo, que la Luna se formó hace 4.527 millones de años (con un margen de error de más/menos 10 millones de años), como consecuencia del mayor impacto jamás sufrido por la Tierra en toda su historia. Un impacto colosal El tremendo choque fue contra un objeto del tamaño de Marte, bautizado como Theia, y fue de tal magnitud que el núcleo sólido de ese mundo que nunca llegó a ser se hundió en las profundidades de un planeta, el nuestro, aún muy caliente y joven. Detrás quedaba una corteza terrestre que se fundía en un océano de lava, mientras que una enorme cantidad de escombros eran lanzados, en un colosal efecto rebote, de nuevo hacia el espacio. La gravedad de aquella Tierra primitiva hizo el resto, atrapando esos fragmentos y manteniéndolos unidos hasta que se fusionaron y dieron forma a lo que hoy es nuestra Luna. Un satélite que, por cierto, con sus 3.474 km de diámetro, es el más grande de todo el Sistema Solar. Hace ahora 50 años, fuimos a la Luna sin conocer apenas nada de ella. Hoy sabemos que también tiene agua. No mucha, pero sí la suficiente para dar sustento, y combustible, a las futuras colonias humanas que, nadie lo duda ya, muy pronto se instalarán sobre su superficie. Un agua que está mezclada con el regolito, que así se llama el fino polvo lunar, y que se concentra también en el fondo de oscuros y profundos cráteres en los que nunca, jamás, ha penetrado la luz del Sol. Sí. Fuimos a la Luna hace medio siglo, y lo hicimos con el mismo espíritu y casi la misma inconsciencia con la que un niño se adentra en una cueva oscura, con una mezcla de curiosidad, miedo y excitación en su interior. Lo desconocido siempre ha atraído a la Humanidad. Sin la curiosidad, la raza humana no sería ni la sombra de lo que es hoy. Pocas probabilidades de éxito Aquel 16 de julio de 1969, mientras Armstrong, Collins y Aldrin subían a casi ciento veinte metros de altura para entrar en el Columbia, el módulo de mando de la misión, sabían perfectamente que solo tenían un 40% de probabilidades de éxito. Y un enorme 60% de fracasar en su intento, de morir solos ahí arriba, en la inmensidad del espacio, o aún peor, atrapados en la Luna y fuera del alcance de cualquier ayuda. En la actualidad, sería impensable afrontar una misión con ese mismo grado de incertidumbre. Richard Nixon, el entonces presidente de los Estados Unidos tenía, en efecto, dos discursos preparados para lanzar al mundo: en uno, el que finalmente pronunció, alababa la gesta de los primeros humanos que habían conseguido pisar otro mundo. En el otro, que no salió a la luz hasta tres décadas después, en 1999, decía textualmente que «el destino ha dispuesto que los hombres que fueron a la Luna a explorar en paz, se quedarán en la Luna para descansar en paz. Estos valientes, Neil Armstrong y Edwin Aldrin, saben que no hay esperanza alguna de recuperarlos. Pero también saben que en su sacrificio sí hay una esperanza para la raza humana. Cada ser humano que mire a la Luna en las noches venideras sabrá que hay un rincón de otro mundo que será para siempre de la Humanidad». La situación, desde luego, era de lo más delicada. E incluso en el caso de un aterrizaje exitoso del módulo lunar, nada garantizaba que Armstrong y Aldrin consiguieran después regresar al módulo de mando, en el que Collins les esperaba en órbita, lo que les habría condenado irremisiblemente a morir allí. El plan de contingencia de Nixon preveía, si llegaba a darse esa situación, cortar las comunicaciones con los astronautas, abandonándoles a su suerte, y minimizar después ante el mundo los daños del fracaso de la misión, destacando solo sus partes positivas. Pero todo salió bien, y tras aquél histórico viaje, otras cinco tripulaciones consiguieron, en los tres años siguientes, aterrizar con éxito sobre la polvorienta superficie de nuestro satélite. La del Apolo 17, en 1972,  fue la última de ellas. En total, la NASA consiguió poner a doce hombres en la Luna. Y habrían sido 14 si el Apolo 13 no hubiera sufrido el incidente que le impidió alunizar. Después de eso, el programa Apolo terminó. En los 50 años que han transcurrido desde entonces nadie más ha vuelto a ir a la Luna. Y muchos se preguntan por qué. Por qué no hemos vuelto a la Luna No es necesario, sin embargo, recurrir a las teorías de la conspiración para dar respuesta a esa pregunta. No hubo «encuentros extraños», como dicen algunos, ni «pactos secretos con civilizaciones extraterrestres», como apuntan otros, y por supuesto nuestra larga ausencia lunar no es, tampoco, la prueba de que en realidad nunca estuvimos allí. Nada de todo eso. La respuesta es mucho más sencilla. Para entenderlo mejor, pensemos que el programa Apolo supuso un esfuerzo titánico para el país que lo puso en marcha. Cuatrocientas mil personas participaron en el proyecto, y los costes fueron astronómicos. Al cambio actual, el «precio» de ir a la Luna fue de unos 250.000 millones de dólares. Que se gastaron, además, sin tener ni una sola garantía de éxito. El motor de ese esfuerzo, como todo el mundo sabe, fue político. En plena guerra fría, y con la Unión Soviética muy por delante en la carrera espacial, Estados Unidos tenía que reaccionar. Y eso fue precisamente lo que hizo el presidente Kennedy en su ya mítico discurso del 25 de mayo de 1961. «Primero -dijo entonces el presidente demócrata- creo que esta nación debe asumir como meta el lograr que un hombre vaya a la Luna y regrese a salvo a la Tierra antes del fin de esta década. Ningún otro proyecto individual será tan impresionante para la humanidad ni más importante que los viajes de largo alcance al espacio; y ninguno será tan difícil y costoso de conseguir». Palabras muy loables, desde luego, pero el verdadero objetivo no se le «escapó» a Kennedy hasta un año después, en septiembre de 1962, durante un discurso en la Universidad de Rice: «Ninguna nación que espere ser el líder de otras naciones -dijo entonces- puede mantenerse atrasada en la carrera por el espacio. (...) Escogemos ir a la Luna y hacer otras cosas, no porque sea fácil, sino porque es difícil». Un esfuerzo titánico Desde ese mismo instante, no resulta exagerado decir que todos los recursos de la nación se centraron en el ambicioso proyecto presidencial. Recordemos que en ese momento, en 1961, la única experiencia que Estados Unidos tenía con el vuelo espacial tripulado eran los 15 minutos de Alan Shepard en el vuelo suborbital del Freedom 7. ¡¡Quince minutos!! De modo que en apenas ocho años se desarrolló toda la tecnología necesaria, se proyectó y construyó el enorme cohete lanzador Saturno V (que con sus 110 metros de altura sigue siendo el mayor jamás hecho por el hombre), se diseñaron las cápsulas, los módulos, los trajes, los motores, la informática, las maniobras de acoplamiento, las de despegue y aterrizaje... Se inventó el velcro (¿cómo si no podría un astronauta con sus gruesos guantes puestos abrir una cremallera?), la comida liofilizada, las herramientas con batería (que, por cierto, fueron desarrolladas por Black & Decker), las cámaras digitales, los trajes ignífugos... la lista es larga. Durante aquellos años, Estados Unidos, que entonces era el país más avanzado del mundo, puso al límite sus capacidades de planificación, ingeniería y desarrollo con el único objetivo de colocar hombres en la Luna. Y hacerlo, además, antes que los soviéticos. Pero eso fue todo. Sus capacidades tecnológicas no podían ir más allá. Llegar a la Luna, echar un vistazo, recoger unas muestras y regresar a casa. En eso consistió el viaje del Apolo 11. Armstrong y Aldrin apenas si pisaron la Luna durante un par de horas. Y tres años más tarde, con el Apolo 17, Eugene Cernan y Ronald Evans lo hicieron por espacio de 22 horas, lo que constituye un record que, por supuesto, permanece imbatido. La hora del regreso Ahora, sin embargo, las cosas son totalmente distintas. Si algo hicieron aquellos históricos viajes fue dar un enorme impulso a las ciencias espaciales, a las ganas de saber, de verdad y de una vez por todas, qué es lo que hay «ahí fuera». Ni que decir tiene que, desde los años setenta, tanto nuestros conocimientos como nuestra tecnología se han multiplicado por mil. Y ahora sí que estamos en condiciones de volver a la Luna, a la que muchos científicos se refieren ya como «el octavo continente de la Tierra». Sabemos lo que queremos hacer allí y sabemos cómo conseguirlo. Iremos de nuevo a la Luna, si, pero esta vez para quedarnos. Las razones para hacerlo son varias, pero las principales responden, esta vez, a intereses puramente económicos. Intereses, por cierto, que son enormes. En la visión de las principales agencias espaciales, la Luna está llamada a convertirse en la «puerta de entrada» de la Humanidad al espacio exterior. Hacia Marte, que es un objetivo prioritario, pero también hacia el cinturón de asteroides, millones de rocas de todos los tamaños entre las órbitas de Marte y Júpiter, donde nos esperan riquezas inimaginables. Y es que ya no basta con ir a echar un vistazo a un asteroide, como se ha hecho ya varias veces. Ahora queremos explotar sus enormes recursos minerales, ya sea «in situ», allí donde se encuentre, o transportando la roca entera hasta las proximidades de la Tierra. Y cuando digo «proximidades», estoy diciendo a la Luna. Una misión de la NASA pretende, en los primeros años de la década de los 20, hacer precisamente eso. Capturar un asteroide, llevarlo a una órbita lunar y hacer que astronautas aterricen en él. Todo listo para la «expansión» de la Humanidad El escenario, pues, está preparado para nuestra «expansión». Desde que la Administración Obama abriera en 2015 la explotación comercial del espacio a las empresas privadas con la U.S. Commercial Space Launch Competitiveness Act, varias compañías, como Planetary Resources o Deep Space Industries, se han lanzado con voracidad a la búsqueda de los asteroides más idóneos y ricos en minerales preciosos. Por primera vez desde la restrictiva Space Act de 1958, que en la práctica prohibía la propiedad privada fuera de la Tierra, cualquier compañía que tenga los medios necesarios para llegar a un asteroide y explotarlo será ahora, de pleno derecho, propietaria de todos los recursos que consiga extraer de él. En otras palabras, la ley de Obama abrió las puertas de un nuevo y lucrativo negocio, la minería espacial. A modo de ejemplo, baste señalar que el beneficio neto que se podría obtener de un pequeño asteroide de 50 metros (y los hay de hasta 1.000 km) ronda los 500.000 millones de dólares. Llega la minería de asteroides La minería de asteroides implica la construcción de grandes estaciones espaciales situadas en lugares estratégicos del Sistema Solar, que harían las veces de muelles de carga y bases de suministros y operaciones para las naves en tránsito, encargadas de la explotación y el transporte de los minerales a la Tierra. Pero ese objetivo requiere, una vez más, de infraestructuras y bases permanentes en la Luna. Los grandes cargueros, en efecto, no partirán de la Tierra, sino que lo harán directamente desde nuestro satélite, al que volverán también con sus preciadas cargas. Desde la Luna, los minerales serian después llevados a la Tierra por una flota de naves de transporte, mucho más ligeras. Por supuesto, eso requiere que la Luna se convierta en un auténtico puerto espacial, con todo lo que eso implica en cuanto a infraestructuras, prestaciones y servicios. Si lo pensamos bien, el planteamiento resulta de lo más lógico. Porque esos grandes cargueros espaciales no podrían, en ningún caso, despegar de nuestro planeta. ¿La razón?, la gravedad terrestre es difícil de vencer, y la única forma de hacerlo es acelerando hasta los 11,2 km/s, que es la «velocidad de escape» de la Tierra. Eso equivale a unos 40.500 km por hora, y cualquier cosa que vaya más lenta terminará, irremisiblemente, cayendo de nuevo al suelo igual que lo haría una piedra lanzada al aire. Por eso precisamente solo podemos enviar al espacio cápsulas pequeñas, y tenemos además que hacerlo montándolas en el extremo de cohetes de decenas de metros de altura. Cohetes que no son más que los grandes propulsores y los enormes tanques de combustible que se necesitan para alcanzar la velocidad crítica. Resulta irónico que para un viaje a Marte, que está a unos 40 millones de km, el 99% del combustible se consuma en los primeros 100 km... Según cálculos de la NASA, cada kg de material que queramos «sacar de la Tierra» tiene un coste cercano a los 150.000 dólares. ¿Imaginan lo que sería lanzar desde aquí todo un carguero espacial de miles de toneladas? ¿O una nave tripulada, con humanos a bordo, que fuera lo suficientemente espaciosa para cubrir sus necesidades durante un viaje de varios meses, o incluso años de duración? En la Luna, sin embargo, ese problema no existe. Mayores y mejores naves de exploración, especialmente las tripuladas, podrán ser ensambladas directamente allí, y desde la Luna podrán después viajar al espacio sin necesidad de tener que luchar contra la gravedad terrestre. La velocidad de escape lunar, en efecto, es de apenas 2,38 km/s, seis veces menor que la de la Tierra, lo cual significa que se podrían lanzar naves mucho más grandes y pesadas, y a un coste mucho menor. Si realmente queremos llevar humanos a otros planetas, incluso a otras estrellas, las naves espaciales tendrán que salir desde la Luna. Objetivo: Luna Así las cosas, no resulta extraño que todas las grandes potencias y agencias espaciales del mundo hayan convertido a la Luna en una prioridad. Estados Unidos, Rusia, China, India, Japón, Gran Bretaña... La administración Trump, por ejemplo, ha fijado ya una fecha para el regreso a la Luna de los astronautas americanos. Será en 2024, y la idea es que esa y las misiones tripuladas que la seguirán preparen el terreno para el establecimiento de una base permanente. En los planes de la NASA, además, ese es un paso imprescindible para abordar más tarde, hacia 2030, el gran objetivo de enviar humanos a Marte. En los próximos años, pues, la Luna se convertirá en un enorme banco de pruebas en el que se ensayarán toda clase de nuevas tecnologías, desde sistemas de obtención de agua a nuevos motores y trajes espaciales, con el objetivo de demostrar que el hombre es capaz de subsistir largas temporadas fuera de la Tierra y aprovechando los escasos recursos de un mundo extraño. Desde luego, tiene toda la lógica hacer las pruebas en la Luna, que solo está a tres días de viaje, antes de enviar una tripulación a Marte, donde estaría completamente sola y dependiendo únicamente de sus propios medios. Fuente de energía inagotable Por último, existe otra poderosa razón para volver a la Luna. Y es que allí, y a solo pocos cm por debajo de su superficie, abunda un material que está llamado a satisfacer, con creces, todas las necesidades energéticas de los humanos de la Tierra.  Desde hace casi 5.000 millones de años, en efecto, el Sol está sembrando el espacio a nuestro alrededor con un elemento que podría cambiar nuestras vidas en el futuro. Se trata de Helio 3, un isótopo del helio que parece hecho a medida para ser el combustible de las futuras plantas de fusión nuclear. La fusión del Helio 3 no produce residuos radiactivos, y es tan energética que apenas 25 toneladas serían suficientes para abastecer todas las necesidades de EE.UU. durante un año entero. El problema, sin embargo, es que en la Tierra el Helio 3 es muy escaso. Sus átomos son eliminados por la atmósfera y el escudo magnético terrestres. Pero en la Luna la cosa es muy distinta. Allí no hay atmósfera, y su campo magnético es tan débil que no supone un obstáculo para la entrada de este valioso gas, que llega a caballo del viento solar y se mezcla, en el suelo, con el regolito de la superficie lunar. Se estima que las reservas lunares de Helio 3 suman un total de 1,1 millones de toneladas métricas. Cantidad más que suficiente para cubrir todas las necesidades energéticas de la Tierra durante siglos. La tecnología necesaria para extraer Helio 3 ya está disponible. Solo hay que llevarla hasta la Luna, y para eso hace falta, primero, demostrar que somos capaces de sobrevivir en una base permanente en un mundo en el que todo parece pensado para matarnos, desde la intensa radiación espacial a las bajísimas temperaturas, la escasez de agua o las afiladísimas partículas de las que está hecho el regolito, auténticas cuchillas en miniatura capaces de rasgar tanto pulmones como trajes espaciales. Esta es, en resumen, la situación. Nada de lo dicho en este artículo constituye un secreto. Al contrario, basta echar un vistazo a Internet para darse cuenta de por dónde van a ir las cosas. La Humanidad está a punto de dar ese «salto» vaticinado por Armstrong hace ahora 50 años. A punto de empezar a vivir, por primera vez, en un mundo fuera de la Tierra. Después, sin duda, vendrá Marte, y después otros planetas en los que quizá podamos llegar a vivir, pero eso será más adelante. Lo que sí podemos decir con toda seguridad es que la conquista de la Luna, el octavo continente de la Tierra, ha comenzado.
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