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«Y tú, ¿qué querrías ser?»

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Las especulaciones han perseguido a Eduardo Zaplana de forma directa o indirecta desde los inicios de su fulgurante carrera, que le impulsó desde la alcaldía de Benidorm, ganada gracias a una edil tránsfuga del PSOE, a la presidencia de la Generalitat Valenciana. Tres mayorías absolutas consecutivas llevaron a José María Aznar a abrirle las puertas de la política nacional, aunque para ese salto hubo de esperar una década desde que un día le llamase el entonces presidente del PP y le preguntase: «Y tú, ¿qué querrías ser?». «Diputado», respondió. «Tú, a ganar en Valencia», le soltó Aznar. El líder había hablado. En sus manos, a pesar de perseguirle numerosas denuncias judiciales, dejó Aznar la puesta a punto del partido en la región.

Sus movimientos hicieron posible el desalojo del poder del PSPV, entonces con todo un tótem a la cabeza, Joan Lerma. La consolidación de Zaplana como nuevo barón estuvo lejos de ser una tarea fácil, pero los excelentes resultados electorales llevaron aparejados un creciente peso político en Madrid y una influencia cada vez mayor en la séptima planta de Génova. Al fin y al cabo, fue una de las claves para la consolidación del partido en España. Dada su fidelidad aznarista, todo apuntaba a un camino directo hasta la capital del Reino, aunque Zaplana repitió hasta la saciedad que su único objetivo era salir por la puerta grande tras presidir el Gobierno valenciano.

Pero el gran salto terminó llegando. Aznar lo incluyó en el equipo de ministros en la segunda parte de su última legislatura. Zaplana recibió la papeleta de salir del atolladero del conflicto laboral que provocó una célebre huelga general y la consiguiente salida del gabinete de Juan Carlos Aparicio, que tanto habían desgastado al Partido Popular. Zaplana demostró habilidad para cerrar las heridas con las dos grandes centrales sindicales, UGT y CC OO. Tanto fue así que Aznar lo premió con la portavocía del Ejecutivo y su nombre empezó a colarse en algunas quinielas como posible sucesor al frente del partido.

Con todo, el cetro se lo acabó llevando Mariano Rajoy, pero Zaplana fue uno de los encargados de preparar el terreno electoral para mantener la mayoría en las urnas. Sin embargo, el empuje político y la experiencia de aquel último Gobierno de José María Aznar se estrellaron ante los atentados del 11-M. Fue precisamente Zaplana quien comunicó a José Luis Rodríguez Zapatero su victoria. Respetado y odiado por igual, la travesía del desierto llevó a Zaplana a desempeñar un papel confuso como portavoz de un Grupo Popular a menudo patas arriba. El pedigrí centrista y moderado de otros tiempos fue diluyéndose en la refriega diaria, creyendo ciegamente que Zapatero no tenía capacidad para aguantar más de dos años como inquilino de La Moncloa. Sólo consiguió ganarse la etiqueta de «ala dura» y, sobre todo, de «imagen del pasado» del PP. Algo de lo que Rajoy, cada vez más «consciente» de ello, se lamentaba en conversaciones privadas.

El rostro de Zaplana representaba ineludiblemente «el PP del 11-M», con todo lo que aquello significaba. Con las siglas en vacas flacas, el enorme enfrentamiento con su sucesor al frente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, superó todas las cotas imaginables. El desembarco a la vera de Rajoy, tras la derrota de 2008, de María Dolores de Cospedal, Soraya Sáenz de Santamaría, Esteban González Pons y un largo etcétera de savia nueva lo dejó sin sitio en los círculos de poder populares. Zaplana tuvo que buscar acomodo como delegado de Teléfonica para Europa y abandonar la política. Tenía 52 años y todo un impugnado pasado a sus espaldas.

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