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El boxeo dulce de A.J. Liebling

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En sus primeras prácticas en un periódico tras graduarse con boato en Columbia, cayó en la sección de Deportes del reputadísimo «The New York Times», donde los novatos se conformaban con rellenar los marcadores y poner el nombre de los árbitros. Poco más. Harto, un día llamó a uno «Ignoto», que en italiano significa desconocido. Ignoto «arbitró» partidos durante varias semanas, las que duró en el diario antes de que lo despidieran. A.J. Liebling (Nueva York, 1904-1963) comparaba el estilo de vida de un reportero con el capítulo de una novela y no estaba dispuesto a aburrirse. Después de unos años trabajando como periodista, engañó a su padre para que le pagara una temporada en París, donde pulió su paladar en restaurantes y cafés. Regresó a Nueva York y, decidido a trabajar en el periódico de Pulitzer, pagó a un «hombre-sándwich» para que pasara tres días en la entrada de «The World» con un mensaje que decía «Contrata a Joe Liebling». El editor responsable acostumbraba a entrar por la puerta de atrás y fue otro jefe el que lo terminó contratando. Liebling no fue un plumilla al uso. Con su talento, mano a mano con su colega Joseph Mitchell, fue el principal responsable de convertir en un gigante a la revista «The New Yorker», adonde llegó en 1935. Le interesaban los «bajos fondos», como su director llamaba a los temas que le encargaba sobre la vida proscrita de Nueva York, antes de que lo mandaran a Francia a cubrir la Segunda Guerra Mundial. También hizo de crítico gastronómico y brilló como columnista de medios. «Lo único en lo que piensan los periodistas es en volver a casa con su mujer y sus niños, en lugar de andar por los bares empapándose de información», escribió. Otra de sus obsesiones era el boxeo. Boxeador aficionado en su juventud, cambió el centro del ring por la primera fila reservada a los periodistas. Aunque continuó peleando de forma ocasional, «lo justo para demostrar que sabía de qué iba todo», Liebling se consagró como cronista de boxeo. «La dulce ciencia» (Capitán Swing) recoge sus escritos publicados entre 1951 y 1955. En este volumen se concentran los mejores atributos del «estilo Liebling»: ironía, protagonismo de los personajes secundarios y nostalgia de los tiempos pasados. El reportero neoyorquino lamentaba que la televisión hubiera jubilado a los verdaderos héroes: «Ver un combate por televisión siempre me ha parecido un pobre sustituto de vivirlo en directo: no les puedes decir a los boxeadores qué tienen que hacer». En un deporte literario como pocos, Liebling se detenía más en lo romántico de la ceremonia que en los propios combates. Y así empezaba sus crónicas en el metro, de camino a los locales o tomando una pinta en el bar, donde los aficionados afinaban «sus voces» y preparaban «su repertorio de comentarios graciosos». Hablaba con los boxeadores y sus entrenadores días antes de los asaltos, y si era preciso entraba en los vestuarios al terminar los duelos. Liebling entendía el periodismo como un ticket para colarse donde se le antojara. Esta manera de entender la escritura es lo que hace de «La dulce ciencia» un delicioso retrato de una cultura que vivía el boxeo como un pasatiempo noble. Ficha técnica Título: «La dulce ciencia». Autor: A.J. Liebling. Traductor: Enrique Maldonado. Editorial: Capitán Swing, 2018. Páginas: 376. Precio: 20 euros.
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